Viaje por el torrente de la vida

“Cataratas, nada me puede dañar en lo absoluto // mis preocupaciones se ven tan pequeñas // con mi catarata”, canta Jimi Hendrix en la primera estrofa de May this be love (algo así como “Sea esto amor”). Los acordes graves y la voz profunda que salía de la garganta del mítico Hendrix resonaban en mi cabeza mientras caminaba por la pasarela sobre uno de los saltos de las Cataratas del Iguazú, en Misiones, en octubre de 2005.

Siempre fui amante de hacer las valijas y salir a conocer. Incluso mantengo ese espíritu curioso cuando decido salir por las calles a patear asfalto y conocer mi ciudad. Sin embargo, a 1.367 kilómetros de la siempre convulsionada, ajetreada y neurótica Buenos Aires hay otro lugar; uno donde la vida, digamos, fluye en caudales imparables. Yo quería conocer hace tiempo ese lugar y nunca llegaba por las típicas excusas que uno se pone para no tomarle la mano al camino.

Tengo que reconocer que conozco pocos lugares del interior del país. Por eso, y porque su belleza es conocida mundialmente, quería conocer las cataratas del río Iguazú, que durante todo el año recibe a visitantes de todas partes del mundo. Cuando por fin se dio la oportunidad, la aproveché y en sólo tres días condensé el deseo de años. Fui acompañada de mi hermana, Rosario. Ella es apenas quince meses más grande que yo, pero estamos a años luz una de la otra. Es algo así como “la otra hermana”.

Ya sea porque era propio de la estación o por circunstancias coyunturales del clima, nos dijeron que no tenía sentido visitar el Circuito Superior de la catarata, porque de todas maneras no había pasarelas: estaban bajo el agua. El salto de 80 kilómetros de alto conocido como la Garganta del Diablo se había tragado, una vez más, las estructuras de acero que los hombres habían construido con la ilusión de poder sentir que caminan sobre el agua.

Las aguas del Paraná y del Iguazú nos hermanan y nos dividen con Brasil. Las cataratas son las eternas unificadoras de los torrentes vitales de ambos territorios. Y es que se formaron en ese mismo lugar unos 200 mil años antes que Argentina y Brasil fueran “Argentina” y “Brasil“. La superficie del agua es plateada y espumosa, ruge y uno la siente vibrar bajo las pasarelas.

La forma de las cataratas es como un semicírculo que tiene en su interior el bramido del agua y la espuma, como si fueran las fauces de un animal hijo de los ríos Paraná e Iguazú. Rosario y yo terminamos transitando el circuito inferior, que comprende a los saltos Álvar Núñez y Lanusse entre otros. Ella se equipó con una cámara de fotos digital, y con una de rollo con película blanco y negro, y con un pilotín que de nada me sirvió (mi campera de jean se destiñó y arruinó mi remera favorita de todas maneras).

Tomamos una excursión en bote que llevaba a un contingente reducido a la base del salto San Martín, donde el agua se respira, y los oídos se aturden con el ruido blanco de la naturaleza que grita a todo pulmón. Me senté en esa cascarita de nuez y, mientras Rosario gritaba y se aferraba innecesariamente al borde del asiento de adelante suyo, yo alcé mis brazos… quizás parezca raro, pero quería tocar el ruido blanco.

Algunos amigos que visitaron mi fotolog a medida que fui publicando las fotos que saqué con mi cámara me dijeron cosas como “flasheaste, tuviste una experiencia mística”, o, con un poquito de esa sorna que a los viejos amigos se les permite, me preguntaron: “¿Tuviste una experiencia religiosa?” Puede que sí. Puede que la naturaleza sea la manera correcta o el camino más directo para acercarse a la esencia de lo que es. Pero eso ya es palabrerío impío.

No hay comentarios.: