Primer día

Las primeras veces no cuentan. Ya sea el primer bochazo académico, la primera relación sexual, el primer cigarrillo o la primera borrachera. Si bien es cierto que la primera vez deja una marca indeleble en la memoria y en la historia personal, suele tener más que ver con las circunstancias coyunturales, la suerte o el impulso que con la decisión racional de dar el primer paso.

Más importante que la primera vez es la segunda. Si la primera fue un accidente o un experimento, o simplemente una equivocación, la segunda vez que se pasa por la misma vivencia, por el mismo lugar, ya se trata de terreno conocido, de algo a lo que se entra con los zapatos puestos. Porque te gustó, porque tenés ganas, porque ahora te hace falta y sabés qué es lo que querés.

Las segundas veces son mejores. Son a propósito, son buscadas, son una pequeña satisfacción con grandes resultados. Ya no es una cuestión de suerte. La sorpresa no tiene lugar, o por lo menos no ocupa el lugar principal. Después de ese primer paso es hora de emprender el camino del aprendizaje, ya sea caminando hacia delante o retrocediendo sobres nuestros pasos.

Un dilema con huevos

Los griegos sostenían que la salud consistía en tener una mente sana en un cuerpo sano. Con este axioma me dispuse a hacer una ensalada de chauchas y huevo duro para la comida (un clásico). Como soy una confesa ama de casa desesperada, las chauchas fueron directo desde el freezer al microondas sin escalas. Con el huevo, en cambio, se presentó un dilema que en la vida pensé que me vería: no sé hacer un huevo duro.

Puedo preparar milanesas de ternera o de pollo, pasta, arroces condimentados, sopas y hasta algún que otro postre… pero no un huevo duro. Antes de que el abatimiento me ganara, giré mi mirada con esperanza hacia el vasto universo cibernético y hallé la respuesta en dos páginas diferentes. Sí, consulté dos para que no me quedaran dudas de que el tiempo de cocción para un huevo duro son cinco minutos.

Para mi sorpresa, la segunda página que consulté era bastante detallada, completa y clara acerca de cómo lograr diferentes tipos de huevos duros (el tema no era tan fácil, sino no habría necesidad de clasificarlos). Como quien no quiere la cosa, esta noche descubrí cómo preparar uno de los platos más simples y saca-de-apuros que existen. Y tengo la satisfacción de poder decir que sí sé como hacer un huevo duro.


Ah… y la página era:
http://www.directoalpaladar.com/2006/01/24-como-cocer-bien-los-huevos

Cine de trasnoche

Faltaban cinco minutos para la medianoche de un viernes caluroso, húmedo y aburrido. Meterse dos horas en una sala refrigerada y a oscuras parecía una buena opción para combatir el adormecimiento de los sentidos.
Dos mujeres jóvenes decidían en voz alta qué película mirar mientras esperaban su turno para pasar a la boletería del cine. De repente se escuchó a sus espaldas la voz aguda y exaltada de un hombre.
--¿Por qué no avanzan? —inquirió –Si no pasan ustedes, paso yo –anunció dando pasos resueltos para sobrepasar a las jóvenes.
Era ligeramente más bajo que ellas y de pelo canoso. Sus ojos azules hacían velozmente el recorrido visual entre la boletería y la fila, que constaba de las dos mujeres, una pareja y él.
--Señor, estamos esperando nuestro turno. Espere usted el suyo… --comenzó a explicar una de las mujeres.
--¡Pero si no hay nadie! ¿No lo ven? –se quejó, gesticulando con las manos para dar mayor énfasis.
--Pero hay que esperar que [el marcador] dé el turno, ¿no lo ve? –repuso la otra joven.
Apenas abrió la caja de la boletería, las mujeres avanzaron, sacaron sus entradas y al irse, la que había hablado primero dio al hombre que seguía discutiendo con la pareja, un consejo:
--Relájese, ¡es viernes!

Puertas adentro

Según los vecinos, amigos y parientes, madre e hija se llevaban mal y a menudo discutían fuertemente. En alguna ocasión, la madre, Inés, incluso le había pedido a su empleada que se quedara con ella por temor a que Laura, su hija, la atacara.
Cuando el fiscal comenzó a buscar el posible asesino de Inés se puso al tanto de las causas civiles que tenían las dos mujeres. En una de ellas Laura, una instructora de danza egresada del Colón de 45 años, acusaba a Inés, de 78, de violencia familiar por no darle a ella y a su hijo de 12 años un lugar donde vivir.
En aquella ocasión, Inés había llegado a la audiencia de conciliación con los restos de un jarrón que dijo que su hija le había roto en la cabeza. Por hechos como éste, y porque la cerradura del departamento donde vivía Inés, ubicado sobre la avenida Santa Fe entre Malabia y Scalabrinni Ortiz, no había sido forzada, Pablo Lanusse, fiscal de la causa, entendió que había, en efecto, un lazo de sangre.
Laura tenía, en su casa ubicada en Costa Rica al 4500, las llaves del departamento de su madre, así como también tenía ropa manchada de sangre y 40 mil dólares. El dato más curioso lo aportó una carpeta con 4 carillas de consejos de su abogado en caso de que la justicia la interrogara por la muerte de Inés. Algunos eran del estilo de “Si podés, sin sobreactuar, quebráte emocionalmente”.
El viernes pasado, cuando los efectivos de la división homicidios de la Policía Federal la fueron a detener, Laura parecía sorprendida, quizás por haber sido descubierta.

A. C. ©

Juanita Laguna

La tarde era soleada, cálida y húmeda. El tráfico avanzaba a los tropezones por la avenida Córdoba. Una mujer mayor se acercó a una mujer joven que estaba vestida con el ambo blanco de estudiante de medicina. Le pidió, casi en súplica, que le ayudara a cruzar la calle. Pero la estudiante se excusó con una de esas vanas excusas balbuceadas a media voz. La mujer se volvió y apoyó su mano en el antebrazo de otra joven.

--¿Me ayudás a cruzar la calle? ¿Me ayudás a ir hasta la farmacia? --preguntó una vez más, con tono suplicante como si pidiera limosna de la que no se cuenta en divisas. Al oír una respuesta afirmativa siguió con sus pedidos

--¿Cómo te llamás vos? Así te presento en la farmacia… Yo soy Juanita, ¿vos cómo te llamás?—

La edad avanzada de Juanita casi no se veía reflejada en su cuerpo. Su cabello, negro y ensortijado, apenas exhibía algunas canas. Sus ojos pardos eran calmos, como ausentes y la piel alrededor estaba sólo un poco arrugada. Al cambiar la luz comenzó a cruzar la avenida Córdoba a la altura de Junín. Caminaba a paso lento y con un ritmo suave como si andara sobre las nubes.

--A las cinco me tiene que llamar mi pareja—comenzó a explicar a su acompañante. --¿Vos le vas a rezar a Dios para que me llame mi pareja? –-de nuevo, ese tono de súplica salió de su boca como una plegaria esperanzada.

Al llegar a la puerta de la farmacia que estaba a metros de la esquina, Juanita se desprendió del brazo de su acompañante y siguió sola su camino, sin siquiera mirar atrás.