¿A qué le tenés miedo?

A la oscuridad
A la muerte
A morirte
A sufrir
A perder
A pasar desapercibido
A no saber qué decir ni qué hacer
A confrontar los problemas
A pasar tu vida en soledad
A no tener adonde ir
A no saber adonde ir
A decir adiós
A perder la guía, el mapa y la brújula de la vida
A tener éxito
A ser el último en la fila o el último en enterarse
A ser ignorado, marginado, o excluido
A ser puesto en evidencia en el momento de mayor debilidad
A caer en la trampa tus enemigos
A tener enemigos
A salirte con la tuya
A llegar a la cima y que la vista te decepcione
A estancarte
A nunca ser capaz de arraigarte
A saber nada en lo absoluto de la vida, la muerte, la humanidad, este mundo o uno mismo.

M. C.


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El tema de hoy es el miedo (me corrijo: el tema de hoy parece ser la aventura). Porque de eso se trata estar vivo, según algunos. Es el miedo lo que dispara la adrenalina, esa sustancia que se encuentra naturalmente en nuestro organismo y que hace, entre otras cosas, que se nos acelere el corazón hinchándonos las venas y arterias de sangre. Y es esa aceleración del ritmo sanguíneo lo que nos sacude y nos despierta de nuestro ordinario día a día.

Creo que hay buenas y malas maneras de tener miedo. Las buenas son, por ejemplo, hacer algo que te de miedo sólo para vencer, o conquistar, ese miedo. Algunas de las cosas que más me gustan las empecé a hacer por ésta razón. También están los aficionados, o hasta adictos, a la adrenalina: sea bungee jumping, rafting, alpinismo, o cualquier otro deporte extremo, el placer está en mirar al miedo en los ojos.

Sin embargo, hay una aventura que todos los humanos tenemos en común, y que en algunos casos da más vértigo que hacer bungee jumping desde el Everest: se llama estar vivo. Hay que ser suicida para emprender ésta campaña, dado que nadie sale vivo de ella. Crecer y ser, convertirse en alguien, no sólo para uno mismo, sino también frente a los ojos de la sociedad (ese inescrutable colectivo que defiende tanto como condena) es un enredo .

En realidad, es un quilombo, ¿para qué buscar una manera pomposa o fruncida de decirlo? Desde que somos chicos intentan meternos en la cabeza conceptos sobre interacción interpersonal, creencias religiosas, cuestiones metafísicas, monetarias y datos sobre lo que ha sucedido con la humanidad antes de que llegáramos a éste mundo.

Todo esto lleva a la persona a absorber tantos datos como pueda hasta que un día se callan las voces y todo queda en silencio. Ahí viene el vértigo: es hora de que uno sea quien hable y comience a predicar su propia teoría de la vida. Eso no da miedo sino terror, porque es cuando empiezan las discusiones, los puntos de vista, la lucha por prevalecer, por ser.

En algunos casos, la aventura trasciende el aspecto abstracto y se concentra más que nada en dejar una huella, una señal , un YO ESTUVE ACÁ, como las manos en las rocas de Altamira o los graffitis de los monumentos de las plazas. El ser humano no le teme a las montañas porque si quisiera, y se animara, las podría escalar. Tampoco le teme al vasto océano porque puede navegarlo o sobrevolarlo con sólo desearlo. Éstos son miedos que puede conquistar.

Pero el temor a desaparecer, a no ser recordado, a que a nadie le importe que haya muerto, o incluso vivido es, en mi humilde opinión, el mayor miedo que experimenta el hombre. Haber llegado a un punto en la vida donde se sabe algo, se tiene algo o se controla algo no es nada si nadie lo recordará luego, si no se puede transmitir.

Hace tiempo alguien me dijo que uno muere tres veces: la primera es la muerte natural, la que separa en cuerpo del alma. La segunda, es la que se produce cuando la gente que te conocía muere también y ya nadie recuerda tu nombre. La tercera es la que ocurre cuando se pierden las fotos, cartas, ropas, documentos o cualquier objeto que hubiera dado por lo menos una pista de quién eras.

Quizás es por eso que los alpinistas dejan banderitas en las cimas que alcanzan. O la razón por la que los artistas firman sus obras de arte. Tal vez por eso las madres educan a sus hijos con esmero para que las tradiciones y buenas maneras se prolonguen. Y así, todos vivimos con la adrenalina diaria, ya sea por dar un examen oral, por decir “te quiero“, “lo compro” o por inventar la vacuna que protegerá a la humanidad del VIH.


Mafalda Chan

¡Boo! (El amor cuando no muere mata... de aburrimiento)

Las relaciones sentimentales tienen a veces finales abruptos, dolorosos o de dimensiones similares a las del huracán Katrina y el Tsumani juntos. Todo sea por el llamado crecimiento personal, que es un eufemismo para tragarse el orgullo o podar el ego. Algunas veces, en cambio, las relaciones te desvanecen frente a nuestras narices y se convierten en fantasmas que saltan desde nuestra casilla de correo alguna madrugada que nos encuentren desprevenidos.

Esta sería la situación actual. Mientras suena en mis parlantes la voz gastada de Charly diciendo, como dijera alguna vez Tom Petty, “me siento mucho más fuerte sin tu amor”, yo borré en el acto mi mail fantasma. La verdad es que nunca dejé de pensar en ese fantasma, pero la sensación fue como ver una película de terror: sé que hay un asesino serial que está a punto de decapitar a toda una familia, sé que va a salir de la nada con una hacha y que la sangre va a correr a borbotones, pero aún así me sobresaltamos cuando pasa.

El Modus Operandi del fantasma de una relación pasada es simple: justo cuando uno cree que ha limpiado el aire y que es seguro respirarlo nuevamente, el fantasma se agazapa y salta encima de uno con un gran ¡BOO! para hacernos sentir tontos por haber dejado pasar la oportunidad, o por habernos rendido, o por haberlo cambiado por alguien más. Sea cual fuera la razón, parecía ser la correcta en el momento, pero mirándolo a lo lejos uno se pone a dudar:

¿Será cierto que es mejor estar solo que mal acompañado? ¿Es preferible sufrir de amor que sufrir por la falta de amor? ¿Por qué sentimos la necesidad de estar con alguien aún sabiendo que ese alguien no es bueno para nosotros? ¿Por qué, en el nombre de Carrie Bradshaw, no podemos dejar ir a nuestros fantasmas? Y, algo no menos importante: ¿es necesario preguntarse estas cosas a las tres y media de la mañana de un viernes, cuando hace un calor estancado que ningún chaparrón de verano logra disipar?

Parece mentira lo frágil que resultan a veces nuestras más férreas y terminantes convicciones. Pero con todo y las cavilaciones fantasmales, uno sigue adelante, y se propone un exorcismo mental, y de casilla de mail, para contrarrestar los efectos de lo que en realidad, no pasa de ser una peli de terror clase B.