Misterio resuelto

Desde hace varios días me venía preguntando por qué muchas de las lecturas de este espacio corresponden a un post que escribí en abril de este año, titulado simplemente Bombachas. Sí, tengo cómo averiguar qué entradas tienen más visitas, y cuáles son los motores de búsqueda que derivan en mi Blog, pero nunca pensé que un simple texto sobre la diversidad del guardarropas íntimo de las mueres pudiera causar tanta curiosidad.

Claramente subestimé la capacidad explorativa de algunos cibernautas, porque la búsqueda de imágenes de bombachas, y de mujeres usándolas, fue uno de los determinantes para el tráfico de esos "pasajeros" por este sitio. Sin embargo, no fue sino hasta hoy que se me ocurrió hacer el experimento de poner "bombachas" en el buscador multivaqueano de G00gle. Y la respuesta estaba esperándome ahí, al pie de la tercera página de resultados...

Entonces calla

Si no sabés qué decir, entonces calla. Si las palabras que vas a pronunciar no reflejan la verdad, no las digas. No hables por llenar el vacío, ni por cortar el silencio. La quietud muchas veces da lugar a la reflexión, y eso puede ser más valioso que tu palabrerío.
Tu mano en su hombro, tu mirada compasiva, y por sobre todas las cosas, tu paciencia, son las mejores armas contra la aflicción. Por lo demás, es mejor que te calles. Que no digas nada si lo que vas a lanzar al aire es una necedad o una pavada.

Es mejor que permanezcas en silencio, que mires con detenimiento y seas testigo ocasional de un derrumbe en proceso, antes de que te conviertas en el desafortunado cronista de un noticiero sensacionalista. Mejor no hablar en ciertos casos.

Mejor calla. Si vas a decir mentiras o verdades a medias, ahorrátelas. Y si vas a alimentar el fuego de la discordia, calla dos veces, una por insidioso y otra para no meter la pata. Uno nunca sabe toda la verdad. Sólo escucha una campana, y con eso no basta.

Callar es un ejercicio más complejo que la buena oratoria. Cualquiera puede aprender a hablar frente a una audiencia, pero muy pocos son capaces de guardar silencio frente a una persona en un momento delicado.

Sin embargo, hay veces en que es mejor si callas.

Lo primero que se muda

Lo primero que uno muda cuando uno cambia de casa es la cabeza. Lo siguiente son los posavasos. A las pruebas me remito.

Para dejar el hogar de familia y emprender la vida en la propia morada, lo primero que hace falta es tener el estado mental que permite decir: "Es hora de tener un lugar mío. Quiero mi casa". Una vez que el cerebro procesa esa ida,se está listo para partir.

Claro que los avatares de la vida cotidiana hacen que sea más, o menos, rápido el proceso de determinar mentalmente la mudanza a concretarla. Por eso, muchas veces pasa que antes de que se produzca el evento, uno ya está comprando cosas que usará en su hogar.

Para imaginar la decoración, hacerse una idea de la vida que uno va a llevar y terminar de enamorarse de la idea de declarar la independencia a la "casa matriz" en la que cada uno creció. Entonces, lo primero que se adquiere para la nueva vida son los posavasos.

Tener un set de posavasos aún cuando no se tienen ni vasos, ni una mesa donde apoyarlos, ni un techo para ofrecerle a los invitados, puede resultar un poco apresurado. Pero es algo simple, sencillo, como la primera baldosa de la decoración de toda una casa.



Es como el primer paso antes de decir "vénganse a casa a tomar algo". Como cuando uno se siente lo suficientemente maduro (¿?) para decir: "Ey, tomá un posavasos, no me marques la mesa". También es un comienzo tímido pero certero de que es uno quien elige los colores, el estilo y el tamaño que tendrá la vida de ahora en adelante.

No, a la gente no se la puede caracterizar (mucho menos juzgar) por los posavasos que tiene, pero es un gesto cómplice con uno mismo el comprar media docena de cuadraditos chatos y finitos pensando: "Son para cuando vengan los chicos a tomar algo a casa".

Es esa

Es esa sensación rara que me nace en el centro del cuerpo y va subiendo por mi panza y después mi pecho. Trepa por mi garganta y me pica y molesta. Empieza a arder y se me llenan los ojos de lágrimas. Y no logro vomitar el grito, sólo puteo para mis adentros y tiro puñetazos al aire. ¿Quién carajos te crees que sos? ¿Alguien mejor que yo?

No me sale decirlo. Pero cómo te cagaría a palos. Porque te lo merecés, sólo por eso.

Eterna la noche

¿Nunca se te hizo eterna una noche? Como si estuvieras sentado en el cordón de la vereda, en plena calle desierta, bajo las luces tenues del alumbrado público. Como si te rodeara un vaho de humedad helada, que se te pegotea en el cuello y te hace sudar en frío.

Una de esas noches donde todas las frases suenan inconexas, e incorrectas. Esas noches tienen la particularidad de ser eternas porque te quedan grabadas en la cabeza. Las sombras de las personas se desplazan a pocos metros tuyo, por una calle lateral, y siguen de largo, acompañando fielmente a sus dueños.

Nadie te presta atención. Es una noche donde el cielo contiene la respiración y vos también. El tiempo se detiene, estás ahí sentado, quieto, con las manos entrelazadas y apretando los dedos contra el dorso de las palmas. Te tiembla el pulso. No lo podés evitar.

Dicen que el día tiene 24 horas, y que la noche ocupa sólo una parte de ese tiempo. A veces más, a veces menos. Hay noches que son eternas porque te da vueltas la cabeza y no podés sacudirte el recuerdo. Vas a ver cientos de amaneceres y aún así vas a seguir viéndolo.

Bueno, así me siento. De ese modo. Es una noche muy larga, que empezó no sé bien cuándo. Creo que fue la primera vez que tomé ese vaso, pero también puede haber sido después de la primera frase que pronuncié.

Creo que mi tonada me vendió como extranjero aunque no lo sea. Sólo soy forastero en esta ciudad, que es demasiado grande, como un país aparte. Lo que empezó siendo un brindis amistoso con compañeros ocasionales dentro de un bar cercano a la terminal terminó siendo un vaivén de copas que fueron a morir al piso, y yo con ellas.



Necesitaba aire. Salí del local un momento, y cuando intenté volver, me negaron la entrada. Después de un tiempo me encontraba solo, de cara a la noche, con los dedos entrelazados mientras algún forajido se frotaría las manos, pensando que yo era presa fácil.

Y la noche parecía eterna, pesada sobre mis párpados. No tenía un centavo encima. Estaba más pelado que cuando había bajado del micro. Les había pagado la pieza por adelantado, pero ellos me habían bailado.

Fue la curda más cara de mi vida, y la noche más larga que pasé en Buenos Aires. Difícil fue esquivar al vigilante. No lo escuché acercarse, así de silencioso venía él, y así de aturdido estaba yo. El mono me miró y me pidió el documento.

Se los mostré, creo que por eso no me llevó. Por eso, y porque vio que era un pobre diablo al que no le sacaría ni una moneda. Me hizo pararme y la oscuridad que estaba suspendida sobre mi coronilla bajó de pronto sobre mi cara, mis hombros...

Caí sentado sobre la vereda. Creo que me empecé a quejar, o a reírme, no me acuerdo. El cana tenía ganas de pelearme. Me empujó primero con la punta de su bota negra, que ya tenía barro en los bordes y después me clavó un puntapié limpio y directo a las costillas. No me dijo por qué.

Yo me retorcía hecho un ovillo en el piso mientras el cana me gritaba no sé qué, y me pegaba con la punta de sus botas en las canillas y los antebrazos. Estaba siendo amable: podría haber elegido mi nuca o mi espalda.

Es un divertimento, supongo, algo que no conocía cuando llegué a esta ciudad. Un grupo de extraños deja en bancarrota al recién llegado y un policía, lejos de socorrerlo, se dedica a darle la peor paliza de su vida. Algunas de las patadas dieron de lleno en mi frente y mis tobillos. Después se cansó y se alejó.

Pasaron las horas y salió el sol. El dueño del bar se había ido hacía rato, dejándome hecho un ovillo a escasos metros de la puerta del local. Sentía frío, tenía los pantalones mojados y sabía que no había llovido, y que en la ciudad no existe el rocío.

Estiré el cuello, pero me dolía. Bajé un poco los hombros, moví los dedos lentamente y separé los codos y las rodillas del pecho. Inspiré y lancé un grito agudo de dolor. También terminé de devolver todo lo que había tomado la noche anterior.

Me apoyé sobre mi espalda y tomé envión rodando por el suelo para poder pararme. Debo haber dado una imagen lastimosa: un hombre de 40 años, regordete y de baja estatura tambaleándose porque tiene las piernas y los brazos moretoneados.

Logré pararme y recuperar el equilibrio apoyado contra la pared. Con los ojos más achinados que de costumbre, hice foco en el asfalto. La noche había terminado y el sol empezaba a calentarme la mollera.

No recuerdo ni una palabra de mi primera conversación con mi vecina Beatriz, la señora del timbre 3 que me prestó una pieza en su propia casa hasta que empecé a alquilar el departamento de arriba. Es más, no sé ni por qué tuvo ese gesto de grandeza con un extraño.

Mi primera noche en Buenos Aires fue eterna. Pasó, pero todavía hay veces en las que dudo si bajar por esa calle o visitar ese bar.

mafaldachan está escribiendo un mensaje...

¿No les molesta soberanamente que MSN, Pidgin, aMsn, gTalk y todos esos programas para chatear informen cuando la otra persona está por mandar un mensaje? Es como si generara más expectativa que lo normal.

Cuando tenemos una conversación cara a cara con una persona no podemos ver el interior de su cabeza, salvo que seamos Venus, claro. El resto de los mortales no podemos notar cómo las neuronas del otro hacen sinapsis.

Lo máximo que podemos notar es cuando provocamos una reacción no verbal, pero no vemos la progresión mientras formula la respuesta verbal dentro de su mente. A lo sumo se manifiesta en una sonrisa, o el ceño fruncido.

Pero en el caso de la comunicación vía texto a través de Internet, sucede que los dichosos programas informan: "FuLaNiT@ (B) está escribiendo un mensaje...". Entonces uno para de escribir para esperar a que la otra persona apriete "enter".

Generalmente, esa actitud sirve para evitar que los mensajes se pisen, que uno no lea al otro, o que se superpongan temas (algo muy habitual y engorroso). Pero otras veces pasa algo distinto.

Simplemente desaparece el maldito anuncio y el mensaje no se materializa. O lo que es más frustrante, "FuLaNiT@", o como piringundín se llame, envía "seee" como toda respuesta, o un lacónico "no".

Es entonces cuando me pregunto con toda seriedad si realmente tardó un minuto entero en tipear una respuesta así de escueta, o si cambió trescientas veces de texto hasta que resolvió zanjar la cuestión de ese modo.

La situación se pone peor cuando una conversación es tensa. Pelearse o hablar de amor por medio de programas de chateo me suena a séptimo grado, pero la vida es bella, nos da sorpresas, y no siempre nos deja elegir las batallas.

Con esto quiero decir que si estoy esperando la respuesta de "FuLaNiT@" y veo que "está escribiendo un mensaje", me saca que después desaparezca el anuncio sin que yo reciba el mensaje.

Me da ganas de gritarle a mi interlocutor: "¡apretá 'enter' de una maldita vez!", pero de nada sirve. Estoy sentada frente a un monitor que es indiferente a mi angustia existencial, o ansiedad, o como se le llame.

Nada, eso. Me embola y quería decirlo.

Lo malo de los buenos recuerdos

Hay un punto en el que sabés que estás jodido, y es cuando tus dedos empiezan a divagar por el teclado y presionan solitos las teclas. Este es uno de esos momentos.

Llevaba al menos cuatro años sin jugar a los dardos. Mentira, probablemente haya jugado hace menos tiempo, pero no lo hice con tanto cariño. Porque con los dardos no se trata sólo de puntería o de la posición del brazo sino también de querer al dardo, y al bullseye.

De pie frente al blanco, con la luz tenue del bar alumbrando el disco blanco y negro, me limité a extender el brazo y sostener el dardo "como un papelito", como un bollo de papel, según quiso decir él. Pero yo no paraba de sostenerlo como un lápiz. Mike me critibaca lo mismo. Hoy le hubiera gustado verme jugar.

Extendí mi bazo, y dejé que el dardo se deslizara por entre mis dedos en forma de montoncito, no con la pluma entre mis dedos índice y mayor, sino agarrado por toda la mano. Triples, dobles, da igual. Salieron todos para el campeonato. Pero el problema era descontar. De eso se encargaba él, yo de tirar dentro del blanco.

De pronto me acordé de él, de su casa helada, del hogar caliente, y de la cerveza en el pub que estaba a sólo 5 minutos de caminata. Le saqué una foto poco discreta -la discreción no era lo mío por esos días- y después me reí. Entramos al bar, él, sus padres, su hermano y yo.

Otra vez estábamos en Killkenny. Preciosa ciudad junto al mar, de tiempo bravo y gente afable. Llovía, era de noche y la humedad nos tenía hartos. Estaba ahí, dimos justo en el blanco: cuando nos quisimos acordar, ya estaban los dardos volando.

Puede ser que los dardos y la sidra sean las cosas que más me acuerdo de él. Y sus frazadas calientes en una noche cerrada y fría, al punto en que los vidrios se empañaban.

Lo malo de los buenos recuerdos es eso: que son los que más persisten y dan lugar a la nostalgia, que no es otra cosa que querer volver a lo que ya no existe más. En vez, la nostalgia lleva a un mundo despegado de la realidad, pero MS me explica que la finalidad de los buenos recuerdos es perdurar.

"Necesitás acordarte de lo malo para cortar", señala ella, pero nada dura para siempre: "Al final, lo que queda en la memoria son los recuerdos felices", rescata. Al principio, esas buenas memorias son traicioneras, porque invitan a repetir el plato. Pero mejor evitarlo.

Y en nombre de eso se corta por los recuerdos malos, pero se sobrevive gracias a los buenos.

Las letras feas

Exterior - Día - Avenida Santa Fe (Capital Federal)

Madre y hermana estaban paradas en el medio de la calle, en una tarde de cielo color tiza y bastante frío. Yo me acerqué arrastrando los pies, con las piernas algo ligeras, una sensación bastante extraña. "Conseguí tres libros", anuncié con voz monótona, entre cansada y aburrida.

Tras pasar fácil media hora dentro de la librería, no sólo compré el libro que había entrado a buscar, sino dos más que no esperaba tener el impulso de leer. La literatura tiene la extraña capacidad de imponerse, casi como la música. Debe ser por eso que es un arte.

Mamá Chan, ávida lectora como es, se limitó a decir: "Qué bien, ¿cuáles son?", a lo que le informé: "Uno de Boris Vian, el último de Cristian Alarcón y uno que me hizo gracia, que es de Charles Bukowski". Madre se me quedó mirándome, con sus diminutas cejas arqueadas.

Su silencio no era una señal de aprobación, sino de curiosidad. Saqué los tres libros de la bolsa de papel donde me los habían entregado y se los di. Leyó los títulos, miró las portadas y exclamó: "¡Ay, mirá que me das un susto en una noche de verano! ¿No querés leer algo más lindo?".

Confieso que me llamó la atención que me dijera eso, sobre todo porque es una persona acostumbrada a leer desde textos sobre filosofía hasta investigaciones sobre la sexualidad, el alma, y temas muy variados. "Algo más lindo", me reclamó.

"No todas las letras tienen que ser lindas. A veces la realidad no lo es", objeté, al tiempo que entrábamos a un café. Mientras esperábamos nuestro pedido, madre empezó a leer las contratapas de mis nuevas adquisiciones y volvió sobre el tema: "Sí, pero, ¿encima leer eso?", dijo, y me devolvió el libro de Bukowski con desgano.

"Bueno, no escribirán con la sutileza de Truman Capote ni con la altura de Ernest Hemingway, pero son muy descriptivos a su manera", intenté conciliar. Me parece que madre no quedó ni un poco convencida. A todo esto, hermana se limitó a decir: "No te gastes en vendérmelos, yo ni siquiera leo".

Mi familia tiene límites intelectuales después de todo. Yo también debo tenerlos, pero parece que no los tengo tan definidos todavía.

Dicho así...

...cómo rebatirlo!

"¡No lo entiendo! Lo que pasa es que para mí el amor se reproduce a sí mismo... Así, ¡como los hongos!", objeté en el medio de la avenida.

"Soy un plancton", dijo ella, refiriéndose al plantón. "Es mejor que que enmaceten", contesté.

"Son los reyes de la intriga y cuando los descubrís son Jacobo Winograd", sentenció con dureza ella.

***

Nada como los fragmentos inconexos de una conversación catártica entre mujeres.

El principito y la rosa

"Y cuando regó por última vez la flor, y se dispuso a ponerla otra vez al abrigo de su globo, descubrió que tenía deseos de llorar.
-Adiós -dijo a la flor.
Pero la flor no le contestó.
-Adiós -repitió.
La flor tosió, pero no por el resfrío.
-He sido tonta, te pido perdón. Procura ser feliz.
Quedó sorprendido por la ausencia de reproches. Permaneció ahí, desconcertado, con el globo en la mano. No comprendía esa calma mansedumbre.
-Pero sí, te quiero -le dijo la flor. -No has sabido nada por mi culpa. No tiene importancia. Pero has sido tan tonto como yo. Procura ser feliz. Deja el globo en paz. No lo quiero más.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
-Pero los animales...
-Es preciso que soporte dos o tres orugas si quiero conocer a las mariposas. ¡Parece que es tan hermoso! Sino, ¿quién habrá de visitarme? Tú estarás lejos. En cuanto a los animales grandes, no les temo. Tengo mis garras.
Y mostró ingenuamente sus cuatro espinas. Después agregó:
-No te detengas más. Es molesto. Has decidido partir. Vete.
Pues no quería que la viese llorar. Era una flor tan orgullosa..."


Varias veces en mi vida intenté empezar a leer "El príncipe", de Nicolás Maquiavelo, pero siempre me pasó lo mismo: terminé leyendo de nuevo "El principito", de Antoine de Saint - Exupéry.

El hombre perfecto

Con el último atisbo de lucidez, antes de que el inductor de sueño empiece a apalear mi insomnio, intento volver a la conversación de esta mañana, sobre cómo sería el hombre perfecto. Tres mujeres, todas solteras y veinteañeras, daban su parecer. Yo era una de ellas.

(Si este texto resulta repetitivo o entreverado significa que me está dando sueño, lo que es muy bueno)

La discusión que mantuvimos en la oficina empezó a raíz de una situación hipotética, pero terminó en un lapidario "por eso están solteras". Se nos acusó de buscar la perfección en los hombres, más precisamente, en confeccionar una lista de requisitos que se ajustaría a un "hombre ideal" que es imposible, un sueño.


"¿Alto o bajo? ¿Rubio o morocho? ¿Con barba o sin barba? Que viva solo, que sepa cocinar, que sea soltero, sin kilombos con una ex, y que haya pasado los 30 años..."

Sí, la lista resultó larga y poco clara: tres mujeres, como dije antes. Imposible era que estuviésemos de acuerdo. Fue interesante que los hombres de la oficina agregaran ítems que habíamos dejado afuera, como el hecho de que el "hombre perfecto" tiene que saber cocinar.

Mientras escuchaba las opciones que disparaba el resto, caí en la cuenta de que jamás hice una lista semejante. Eso puede llegar a ser la razón por la que siempre termino donde no debo y al lado de quien no me corresponde. Pero siempre pensé que las cosas del corazón se movían al margen de planillas, cálculos o listas.

El hombre y la mujer perfectos son ideales el uno para el otro, y desastrosos para todos los demás. No se puede andar con una foto o lista del "chico perfecto" cotejando a cada hombre con esos valores. No se puede, a menos de que quiera terminar decepcionada.

"Lo que están describiendo es un gay", sentenció uno de nuestros compañeros. "La mejor relación entre un hombre y una mujer es cuando él es homosexual", aseguró, y enumeró mofándose: "Más de 30 años, soltero, que viva solo, sin problemas con la ex, sin hijos, moderno, que le guste la moda y Ricardo Arjona..."

Es el secreto mejor guardado: los hombres son los mejores amigos de las mujeres, a menos de que las deseen con locura y se les nuble el buen juicio cuando están cerca suyo.

Sigo mañana, ya tengo sueño- me espera mi hombre perfecto.

Mejor no

No, por favor no. Otra vez no. No levantes el teléfono ni aceptes mi invitación suicida. Quiero ahogarme con el veneno de nuevo, por eso te llamo. Pero los dos sabemos cómo va a terminar el encuentro: mal.

Pasó antes, y pasa cada vez. Es como un péndulo que va de un extremo a otro. Con la misma boca con la que te beso te puedo enloquecer. Tengo azúcar en la lengua, y ácido también. El tiempo y la distancia nos sientan bien.

Volver con la frente marchita no es lo mío. Si te llamé es porque te extraño, y porque la melancolía es pésima compañía. Ni hablar cuando da consejos. Mejor no vuelvas. Colgá el teléfono o cerráme la puerta en la cara.

Voy a llorar de dolor, pero me va a hacer bien. Las mejores lecciones las aprendí con los ojos húmedos. Nunca me dieron mi merecido como esta vez, y quizás por eso la reprimenda vino con intereses.

Sé vos el fuerte, porque yo no puedo. Tan medida que fui al principio, pero ahora se invirtieron los papeles. Tendría que lanzarte aquella maldición que una vez me dijeron: "Ya te va a pasar que no te correspondan".

Listo. Ya lo sé, así que no vuelvas. No me correspondas hoy para ignorarme mañana. Para ser un fantasma que me asalta cada tanto, que aparece sin previo aviso y se va cuando le da la gana.

Voy a ayudarte: seré tan insoportable, maniática, desquiciada y lacerante como pueda. Mi crueldad te alejará y nos hará un favor a los dos. A mí me va a librar de este brete y a vos te va a dejar seguro de que hiciste bien en irte.

Todavía no sé por qué te quiero. Nunca me planteé por qué una persona me llega o no. Debería pensar en eso. Quizás no era porque eras vos, sino porque estabas ahí y parecías sincero.

Me encantaría saberlo, pero por favor, no me atiendas el teléfono cuando te llame para preguntarlo.

El duelo

Se miraron fijo a los ojos. Después se estudiaron de pies a cabeza y midieron cada centímetro de la otra, a sabiendas de que nada es más importante que conocer al adversario.

Hacía mucho tiempo que esperaban encontrarse en persona, lejos de las fantasías que ofrecía su perspicacia. Nunca habían escuchado hablar de la otra, pero sentían que había mucho en común.

La rubia era de baja estatura, tenía ojos redondos, color miel y la cara llena de pecas. Los rasgos infantiles contrastaban un poco con sus curvas, sobre todo con su escote, que se empeñaba en lucir a destajo.

Su oponente, en cambio, era la perfecta antagonista: tenía pelo negro, ojos almendrados de color negro y la piel cetrina. Era espigada, casi demasiado delgada, pero su cara angulosa parecía una escultura prodigiosa.

Difícil creer que el mismo hombre hubiera elegido a las dos. Más fácil era comprender que estuviera dividido entre ellas, como si estar con una complaciera sólo a una parte de su ser y necesitara a la otra para complementarla.

Y ellas lo sabían. Lo presentían porque las mujeres tienen ese sexto sentido, el maldito, que se clava como una daga en la nuca y desde el fondo de la cabeza comienza a cavar un túnel de dudas.

Al final se conocieron en persona de la manera más casual: entre tanta gente, y con tanto lugar donde estar, ellas se sentaron en el mismo sofá. La rubia esperaba que él le trajera un daiquiri. La morocha se había servido un mojito.

Tenían que hablar antes de que él volviera de la barra. Si no era como adversarias, al menos como viejas amigas, o como dos personas adultas que coinciden en una fiesta.



A veces puede darse una extraña complicidad entre dos mujeres que aman a una misma persona. En realidad, es un sentimiento de empatía muy real: es saber que la otra sufre por tener que compartir al objeto de su afecto.

La daga, entonces, hizo estragos en la nuca de cada una, y el encuentro sirvió sólo para lavar la sangre con alcohol.

Batalla campal

Mafalda Chan: ¡Te lo digo por última vez! Estás grande para estas cosas...

Antonita: No me importa... No quiero, ¡no quierooo! (chilla, otra vez)

Se sienta con piernas y brazos cruzados sobre la cama. Tiene el ceño fruncido y mira de reojo la bolsa negra de plástico donde sus animales de peluche y sus muñecas llevan más de 10 años guardados.

MC: Pensá que hay chicos que no tienen sus juguetes cerca, que no están ni en su casa... están enfermos en el hospital, ¿y vos lloriqueando por cosas que no necesitás?

Antonita: ¡Pero esos peluches me los regalaron cuando me operaron del corazón!

MC: Bueno, ok, quedátelos si tanto te importan, pero los demás podrías darles salida... (le dice ella, parada junto a la bolsa. A la vez piensa que cuando la operaron del corazón algo debe haber quedado averiado ahí adentro)

Antonita: Ese, ese y ese se pueden ir...

MC: Muy bien, ¿éste también?

Antonita: ¡No! (Lloriquea de nuevo) Ese tigrecito me lo regaló Tía Mima...

MC: Uy, bueno, ¿y éste?

Antonita: Son mis títeres... (retruca haciendo una mueca con los labios, como si estuviera justificando algo obvio).

MC: Ok... ¿Esta?

Antonita: Esa sí (mira con desdén una ardilla de peluche), ¡pero esta no! (se abalanza sobre una muñeca pepona que tiene descosida parte de la pierna, dibujada la mayor parte del cuerpo, y la cara algo percudida por el polvo)


***

No hay caso, la niña dentro mío es una criatura egoísta que le pone demasiada carga emocional a sus juguetes. ¿Le pasará a muchos o sólo a ella?