La semana del Limbo

En 2007, la Iglesia Católica cerró las puertas del Limbo, lo derogó o decidió no continuar al menos con esa mentira. Pero la semana del Limbo existe, aunque haya gente que se niegue a creerlo.

La semana del Limbo está formada por los días que van desde la Navidad, que empieza a festejarse el 24 de diciembre, hasta el día de Año Nuevo. Como son dos fechas muy tenidas en cuenta, celebradas y significativas para mucha gente, no es de extrañarse que ocurran las cosas más raras en los escasos siete días que las separan.

Puede que sea una cuestión de fe o una expresión de deseo, pero entre el 25 de diciembre a la mañana y el primero de enero a la madrugada los "te quiero" pueden recibir un "yo también"; los "te extraño" se pueden convertir en "estoy yendo para allá", o quizás en un "veníte"; los "gracias" se empiezan a multiplicar y algunos hasta son honestos.

Sin ir más lejos, en la madrugada de Año Nuevo de este 2010 moribundo brillaba una preciosa luna azul, producto de un fenómeno astrológico que, al igual que lo esencial, es invisible a los ojos. Esas sí que son noches en las que puede pasar cualquier cosa, así que atentos los forajidos, y también los valientes, porque es la última oportunidad para colarse por la puerta del Limbo.

Dentro de sólo cuatro días nos embarcaremos en 2011, surfearemos las olas de los lugares comunes del estilo de "se terminó la primera década del tercer milenio" y llegaremos a buen puerto cuando, derretidos por el calor en enero, recordemos nuestras andanzas bajo la luna de Año Nuevo.

Hasta que ese punto llegue, queda toda una semana para hacer listas de metas y promesas para el año que empieza (muchas de las cuales tacharemos como se hace en La Generala), y para decir y hacer todas esas cosas imposibles, porque total, es la semana del Limbo. Podría no fallar...

Maldita la hora

¿Estas son horas de aparecer por acá? Te estuve esperando toda la maldita tarde. Toda la condenada semana, para el caso. Y llegás con la cara perlada de sudor, las mejillas coloradas y esa maraña indómita que tenés por pelo, que cae sobre tus ojos. No cruzamos las miradas hace tiempo. Me perturba la idea de lo que pueda encontrar al hacerlo.

Creo que no nos entendimos bien la última vez que hablamos. Jugamos a una pulseada verbal y nos salió mal. Te extrañaba, pero no extraño esto de vos. Ese vaivén frenético que te hace rebajarte por el placer de agradar. Te conocía con más altura, de alto vuelo. Cuando uno no tiene mucho, como en mi caso, no hay nada como mirar los logros del pasado.

Me dejaste, así que no tengo mucho éxito hace tiempo. Estoy, como se dice, con la mente en blanco. El ingenio ralo. La inventiva anoréxica, inapetente. Y vos llegás a esta hora y me tenés en vigilia por pequeñeces. Qué lo tiró. Ya no hay texto que te venga bien, no hay ni guión perfecto para que declames ni poesía que quieras cantar, nada. Sólo silencio sepulcral.

¿Cuándo te convencerás de que no sos mi inspiración sino la de alguien más? Dejá de venir de a ratos, a conformarme con muestras gratis de algo que no voy a comprar. Prefiero que desaparezcas un buen tiempo y quedarme sola y en silencio hasta que llegue lo que tenga que llegar. Que sea mío y no prestado. Para mí y para nadie más.

La mujer del marqués

La pastilla no sirve, el sueño no llega y el calor convierte la sábana más liviana en una manta térmica. Así, con el desvelo picando en los ojos y el camión cisterna resonando en mis oídos, no me puedo dormir. Y pienso de nuevo en ella.

Me la imagino -porque nunca la vi de cerca, ni mucho menos la conoceré en persona- como una mujer muy casta, y muy lúcida. Con su amplia frente inmaculada, apenas marcada por las líneas de la edad, que el artista pasará por alto para agraciar su honorable porte.


¿Será verdad alguno de los tantos rumores acerca de ella? Una vez escuché que era en realidad un hombre, el mismísimo pintor a cargo de la obra. Pasaron 500 años desde su creación, pero sigue causando intrigas. Como toda una dama silenciosa, grácil, adiestrada. Capaz de lanzar una mirada y decir más de lo que pueda decir cualquier príncipe en su perorata en la Corte.


La pose dice mucho, pero quizás sólo le ordenaron que se siente de ese modo, mostrando sus manos blancas y suaves, propias de una mujer de 25 años perteneciente a una clase pudiente. Su marido era un noble, el Marqués del Giocondo, que comerciaba sedas, según El Mundo.


Cuántas cosas habrá aprendido a callar la Gioconda. Cuántas veces habrá querido gritar, maldecir a su marido, al padre que la entregó en matrimonio. Quizás su belleza resida en que aprendió el arte de la sutileza. Esa boca que no se curva del todo da esperanzas de ver una sonrisa, pero reconforta al no mostrar los dientes.


Es probable que -para el momento en que fue retratada- ya hubiera aprendido el fino hábito del silencio medido. No de ese que implica complot, omisión o rencor, sino del que prefiere guardar los consejos sabios para su propio uso.

No dejo de preguntarme cuántas mujeres hoy en día se retuercen los labios aguantando la rabia porque "hay que ser una dama" y no confrontar al hombre que no fue un caballero. El estoicismo femenino sirve para guardar las apariencias y cerrar la partida con un tablero peleado.

Pero la mirada altiva en la cara impávida es un gesto de grandeza que pocas mujeres sueñan tener. Y muchas de las que intentan mantener esa pose sienten por dentro como se rasga el lienzo. Una dama verdadera soporta lo que sea pero, ¿cómo será su sonrisa?