A los hombres no les quedan bien las tetas

A los hombres no les quedan bien las tetas. Y hablo de una persona que nació con sexo masculino y decidió transformarse en femenino, sino de los hombres que desarrollan músculos pectorales tan abultados que adquieren un relieve redondo, que asemeja a un pecho femenino, algo chato, pero femenino al fin.

De pronto me encuentro con una serie de banners en las páginas web que publicitan no sólo las anheladas panzas chatas para las mujeres (¿wtf? esa fijación es un post aparte), sino también una invitación a los hombres a que desarrollen los músculos de su cuerpo de la cintura para arriba.

Hace ya meses que veo a personajes como millonario heredero Ricardo "Johnny Bravo" Fort que se paseaba en cueros por cuanto canal de televisión o revista existe en este país (quizás lo hace también en Miami, pero yo no lo sé). Como no tenemos a la sílfide fiestera de Paris Hilton, tenemos al socotroco de Fort.

Según algunos psicólogos, Fort padecería una deformación psicológica llamada "vigorexia", por la que busca amoldar su cuerpo a sus estándares excesivamente perfeccionistas. Pero no hace falta llegar a ese extremo para desarrollar lo que los angloparlantes denominan "man boobs", algo así como "tetas masculinas".

No entiendo esta cosa que les agarró a los hombres de querer tener el cuerpo del David de Miguel Ángel con las lolas de Florencia de la V. No es que les quede atractiva la panza cervecera, pero tampoco hace falta exagerar con el gimnasio para tener una tabla de lavar la ropa por abdominales ni dos almohadoles por pectorales.

Figuras masculinas que deberían ser agradables a lamayor parte del público femenino terminan pareciéndome demasiado "armados", como que no se mueven con naturalidad... unos muñecos, bah. Se me viene a la mente el ejemplo de Christian "Musculitos" Sancho, que parece tener la misma popularidad en la comunidad homosexual que entre las mujeres.

La caída:

El caso de los hombres que están entrados en años es distinto. Así como a las mujeres se nos caen las tetas (el termino es vulgar, puede ser, pero el "lolas" me parece una tilingada), parece que a los hombres también. Por ejemplo, no le podemos pedir a alguien como el governator Arnold Schwarzenegger que tenga el mismo físico que tenía a los 20 años, cuando era un ignoto fisicoculturista con acento gracioso.

Ahora es un hombre de más de 60... y todavía habla gracioso en inglés.

La escritura borrada

"Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias", dijo.

Pero no lo puso por escrito, porque no podía ver la letra trazada. En vez, alguien se encargó de escribir "La escritura del Dios" para que él pudiera ser un poco el carcelero y otro poco el encarcelado.

Hacia el final de su vida, fue el jaguar encerrado en su prisión de oscuridad, caminando intranquilo de un lado a otro. En el fondo, lo de él también era una circunstancia y sólo eso.

Lo que más me atrapó fue la prisión, "profunda y de piedra", según el texto. Con la forma "de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo".

¿Qué sería ese "círculo máximo"? Jamás me lo pregunté, sino hasta hace dos días. Siempre imaginé que era como una bóveda. Lo asumí, tonta de mí.

Si no era como la bóveda celeste, en la cual bailan los astros, al menos sería como la que se forma en las cavidades de la Tierra, bajo un manto de verde. Una suerte de loma hueca a la que se accede sólo por a cima.

Y en su interior, agazapado, esperando para rugir y para escapar al encierro, estaban el jaguar y el anhelo humano de ser más divino que Dios.

"Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres", dictaminó el hombre encarcelado. Él, que se hizo llamar "mago", tuvo que admitir que dentro de la celda de piedra "no podría, sin magia" levantarse del polvo.

El hombre encerrado solía tener otro nombre, pero desde que se convirtió en "quien ha entrevisto el universo" ya no puede pensar en otra cosa más que en extinguirse con la fórmula del mundo a cuestas.

Ya nunca la leeremos, según parece, porque el oro de los tigres no brilla para cualquiera y quien logró verlo decidió que ya no era "ese hombre". ¿Por qué habría de importarle la suerte del mundo, si ahora es nadie?

Mi primera vez

Ah... ¡Cómo disfruto de los nervios de las primeras veces! De todas, ¿eh? Creo que de todas... Ésta vez le tocó el turno a las compras online.

Hace un par de semanas incursioné en este canal de comercio tan "siglo 2.0" para adquirir un ejemplar de "La filosofía de Andy Warhol, de la A a la B ida y vuelta" por medio del sitio Amazon.com. Lo que hace la inspiración pop después de una tarde en el Malba: Consumo superfluo y satisfacción... no tan inmediata, porque el librito estaría llegando recién a finales de marzo.

La sola experiencia de registrarme en el gigante de las compras virtuales me cansó más que revisar todas las librerías de usados de la avenida Corrientes porque tuve problemas con el servidor, con la contraseña que elegí, con el mail, todo. Reconozco que también fue porque intenté poner mi tarjeta de débito como medio de pago en vez de la de crédito, como corresponde. Aplausos, por favor. 

Pero ayer me dieron ganas de comprar otros títulos, de esos que los vendedores de locales de libros (porque "libreros" eran los de antes) dicen que están agotados en todas las tiendas de la Ciudad de Buenos Aires. En estos casos, Internet resulta una suerte de caja de Pandora o arcón de la abuela donde se encuentran hasta la más escurridiza de las obras.

También es como el Mago de Oz a quien uno le pide las cosas más imposibles y él las provee.

Así que invoqué al Mago del Oz versión digital y me desinflé al ver la perspectiva de esperar un mes o más para que Amazon, oh, Amazon, se dignara a mandarme desde no sé dónde un ejemplar del libro "Cementerio para lunáticos", de Ray Bradbury. Un libro que editó Emecé en 1991 y que está agotado, o al menos no aparece ni en las librerías de Corrientes.

Levé anclas y navegué por el ciberespacio hasta que entré a la bahía de Mercado Libre (linda la analogía, ¿no?). Después de intentar registrarme unas 4 o 5 veces, ML aceptó mi usuario y contraseña (evidentemente, abrir cuentas en los sitios me cuesta). En seguida encontré el libro que buscaba y a un precio razonable. ¿Lo pedís, lo tenés?

Arreglé con la propietaria por mail primero y después por teléfono. Me pareció muy raro e incómodo el sólo hecho de tener que llamar a una completa extraña para decirle: "Hola, soy 'inserte nombre... Johnny Allon o lo que sea' y deseo adquirir tu libro". Pero la chica en cuestión se limitó a pasarme su dirección y acordamos la hora de entrega y listo. Nada de voz al estilo Freddy Krugger o locutor de los sesentas. 

Llegué a la dirección que me había dado (era en el barrio de Congreso) y todo lo que pensé durante los 5 minutos que tardó en bajar la chica fue en cómo sería ella, cómo debería saludarla (porque no es ni amiga, ni conocida, ni nada) y sobre todo... en qué estado estaría el libro que compré.

Obvié la pregunta cuando hablé por teléfono con ella porque me pareció que de todas maneras no sería una respuesta satisfactoria. Un simple "muy bien" no me sacaría la duda. Pero estaba muy bien, por suerte.


Cavilaciones al margen, ahí estaba ella, con mi libro en mano. Rubia, de piel muy blanca y ojos claros, la "vendedora ocasional" estaba vestida de remera negra y pantalón beige. Como tengo una imaginación relativamente frondosa, asumí que trabajaría en una casa de ropa o cosa parecida. Me dio la impresión de que era un uniforme, eso es todo.

Nos saludamos de manera automática. Yo ya tenía en mano los $22, que era el precio que había pedido ella. "Bueno, mirálo que esté bien", me dijo al entregarme el libro. "Sí, está bien... Éste ya no se consigue", dije, no sé por qué. "Sí, y ahora ya lo tenés", me dijo con suavidad y una firmeza del estilo de "no hace falta seguir prolongando este encuentro".

A buena entendedora, compradora y vendedora satisfecha. Me di media vuelta y me alejé, contenta con mi libro que parecía una versión siglo XX de un incunable y terminó en mis manos dentro de las 24 horas. Para Amazon.com que lo sigue por Internet.

La lista de tía Inés

"(...) Y nunca voy a saber si fue un hijo de puta o un cagón", concluí el relato a mi tía Inés, que escuchaba atentamente con esa paciencia comprensiva que sólo los psicólogos, como ella, parecen tener.

Claro, que su humor tan particular la pone en una categoría superior a cualquier "psicoloco", y yo la quiero por eso y por las respuestas como la que me dio: "A los hombres hijos de puta, los cagones y los roncadores hay que dejarlos", declaró muy resuelta.

"¿Cómo? ¿Y los mentirosos y los tacaños?", repliqué. "Ah, pero los mentirosos entran dentro de los hijos de puta... Aunque pensándolo bien no", se corrigió. "Y los tacaños son lo peor", corroboró. Me quedé más tranquila. Quiere decir que logré identificar qué clase de hombres son mejores cuando se van de la vida de una.

"Entonces: tenés a los hijos de puta, a los cagones, a los mentirosos, a los tacaños y a los roncadores", enumeró tía Inés.

"Pero, ¿me podés decir qué problema tenés con los roncadores?", pregunté. Jamás pensé que el amor pudiera aturdirse con la respiración profunda de un hombre.

Inés me devolvió la mirada con la misma expresión de sorpresa: "¿Vos sabés lo que es intentar dormir así? Peor que al lado de una foca", señaló, y reprodujo el sonido ronco de un animal parecido a un oso, o al yeti. "¡Ah! Y los 'formadores de caminitos prematuros", agregó de improviso a la lista.

"¿Los qué?", dije yo, cada vez más preocupada por la increíble cantidad de espécimenes de los que debería cuidarme. "Claro, los hombres que en la primera salida ya empiezan con el '¿A ver ese anillo?' para poder agarrarte la mano", me explicó.

"Hey, ¡a mí me gustan los formadores prematuros de caminos!", objeté. Risas incontenibles por parte de las dos. Soy incorregible.

La posta de Víctor

Al final, Víctor, el encargado del edificio donde vivo, siempre tiene la posta. En serio. Por ejemplo, hoy estaba llegando a casa y apenas me vio se santiguó. "Hace bien", le dije con inusual buen humor.

Entonces, él me retrucó: "Hay tres cosas que no hay que hacer en la vida para vivir mucho". Me volteé antes de entrar al ascensor y le pregunté cuáles eran.

"No enamorarse, no ponerse nervioso y... no casarse", enumeró retorciendo sus dedos. "Uno puede llegar a vivir 200 años así", me aseguró Víctor.

Me reí bajito al entrar al ascensor, pero para cuando llegué a la mitad del recorrido logré comprender lo que había dicho. Sin mucha filosofía, sin rodeos ni poesía. Pragmatismo puro.

Lo que hay que evitar es perder la cabeza, y un poco la salud, ya sea por exceso o falta de amor. No hay que ponerse nervioso, porque si uno sabe lo que dice o hace va a salir todo bien y sino, no se hace ni se dice. Y casarse... bueno, eso da para un tema aparte.

Implica un compromiso de larga duración entre dos personas que podría extenderse, no sólo por los hijos sino también por los problemas con familiares, como tíos, primos, cuñados, suegros... unos nervios que pueden pudrir el amor.

Ahí está, esas son las tres cosas que no hay que mezclar nunca... que ni hay que tener, según Víctor. ¿Será cierto?

Hermano perro Fidel

Hoy extrañé todo el día. De repente se me dio por extrañar el verde, la humedad y ese aire fresco raro, que no es frío pero te llega a los huesos. Quería levantar la vista y ver el cielo plomizo y bajarla de nuevo a la tierra para ver nada más que el camino. Y pensar que padecimos los últimos 5 kilómetros, pero los caminamos de todas maneras.

"Van a tardar unas tres horas", nos había dicho el dueño del hostel en el que Sofía y yo nos quedamos cuando visitamos Tafí del Valle, en Tucumán. Pero como buenas porteñas tercas, nosotras insistimos en hacer a pie el recorrido desde el centro del pueblo hasta El Mollar, donde el gobierno provincial reubicó los menhires tallados por los habitantes originarios.



Sofía y yo emprendimos el camino pasado el mediodía. No hacía calor, el cielo estaba limpio (a excepción de algunas nubes blancas) y nos bastó abrigo ligero para andar. Siguiendo la guía del "hostelero", caminamos primero hacia afuera de Tafí por la avenida Perón y después empezamos a recorrer la margen del río en dirección a El Mollar, vadeándolo de tanto en tanto.

A poco de empezar a andar, notamos que una pequeña sombra nos seguía con una distancia cautelosa desde que salimos del hostel. Era un perrito blanco y negro, flacucho y con una herida en el pecho que seguía abierta. "Fidel se llama, ¿no?", me preguntó Sofía. No supe qué contestar, pero asumí que ese era su nombre.

Continuamos nuestro camino, con Fidel que nos seguía a un par de metros. A veces el animal se adelantaba y lo perdíamos de vista. Justo cuando pensábamos que tendríamos que inventar algún cuento para excusarnos con su dueño por haberlo extraviado, reaparecía más adelante en el trayecto. Parecía que nos estaba esperando, sentado sobre sus patas traseras, con una mirada impasible mientras nosotras titubeábamos a cada paso (resultamos ser muy malas para orientarnos).

Incluso en la recta final del camino, cuando apenas faltaban cinco kilómetros que caminamos por un árido camino de tierra, Fidel probó ser digno de su nombre y nos acompañó. Nos escuchó maldecir a los que nos sobrepasaban a bordo de sus motitos (que parecían ser una plaga en la zona), y nos miraba atento cada vez que nos deteníamos para deliberar si hacíamos dedo o no.


Cuando por fin llegamos a El Mollar, tres horas y 15 kilómetros más tarde, Sofía y yo paseamos brevemente por el parque de los menhires, que es una suerte de plaza donde se encuentran erguidas las piedras cilíndricas talladas por los primeros habitantes de la zona. Después, averiguamos en la plaza del pueblo que el  único colectivo que nos llevaría de vuelta a Tafí del Valle pasaba dentro de las dos horas.

Mientras esperábamos el colectivo, el viento se volvió un poco más frío, el cielo se tornó plomizo y la luz empezó a atenuar. Sofía y yo nos compramos vainillas en una tienda que daba a la plaza y nos sentamos en la vidriera de un bazar, para sorpresa de su dueño, que salió a saludarnos (o a mirar qué hacían dos turistas de a pie, con sandalias y sacos de hilo en pleno octubre).

Durante todo el tiempo de espera, Fidel siguió a nuestro lado. Se sentó frente a nosotras primero, y comió los pedazos de vainilla que le convidaba Sofía. Creo que compartimos el paquete en partes iguales. Después de comer, se acurrucó entre nuestros tobillos. Quizás él también tenía frío.

Apenas vimos avanzar el colectivo hacia la plaza, lo paramos y nos subimos no sin antes mirar con tristeza a Fidel. "Le decimos que se perdió, que se dio la vuelta a mitad camino y lo perdimos de vista", resolvió Sofía. La secundé. No me gustaba la idea de tener que explicarle al dueño del hostel que habíamos dejado a su perro a 15 kilómetros de la casa porque no podíamos subirlo al transporte público.

Llegamos al hotel y el hombre ni siquiera preguntó por su mascota. Nos calentamos tamales, comimos temprano para contrarrestar la fría noche en el valle y nos fuimos a dormir alrededor de las 11. Al día siguiente nos tocaba seguir camino para las ruinas de Quilmes, todavía dentro de la provincia de Tucumán.

Pero antes de dejar el hostel, en la mañana siguiente, lo vimos de nuevo: Fidel estaba sentado en el patio de la casa, con su mirada impávida y la herida abierta que cicatrizaba de a poco. Le comentamos al dueño del hostel que su perro nos había seguido "durante parte del camino" a El Mollar y que después le habíamos "perdido el rastro".

El hombre rió y dijo: "Ah, sí, volvió anoche, a la hora de que volvieran ustedes". Algo en su sonrisa y su todo de voz nos hizo saber que Fidel era un conocedor de su camino. "Hermano perro", le dijo Sofía al animal, "¿quién dijo que siempre habremos de esperar para que nos saquen un poco a pasear?"

Quise copiar un texto desde el procesador de Ubuntu y salió esto:

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¡Ciao, hiudi la bocca!

¡Cómo es la gente en los cibers, eh! Y lo digo con mi mejor voz de "Doña Rosa indignada" porque hace fácil 30 minutos que estoy metida en un locutorio de la ciudad de Montevideo (ya sé que estoy de vacaciones, pero webear es un gusto como cualquier otro) y no logro terminar de escribir tres mails sencillísimos porque hay un tano a mis espaldas que le cuenta a los gritos a cada uno de sus contactos de Skype sobre cómo el estadio de Peñarol es un patrimionio histórico, y cosas por el estilo.

"Me dispiace", le dice a alguien sobre su cuarto de hotel en la Ciudad Vieja. A mí "me dispiace" escuchar retazos de sus conversaciones y su sonora carcajada mientras le cuenta a su interlocutor de turno sobre el candome del "Nego" Rada y sobre lo que comió en el Mercado del Puerto. No se escucha la voz de nadie más dentro del ciber. Cada tanto, algún que otro cliente se da vuelta para mirarlo con reprobación, pero nadie le dice nada.

Algo que he notado y valorado siempre es lo respetuosos que son los uruguayos... y eso que alguien debería perderle el respeto a este tipo y tirarle un zapatazo a la nuca, a ver si soy clara.La verdad, quería poner en el título de este post "ciao, cerrá la boca!" pero en italiano... quizás me dé vuelta y le pregunte, con toda la gentileza posible cómo se hace ese pedido en su precioso idioma. ¿Ustedes qué dicen? ¿Lo tomará a mal?

¡! El poder de la sonrisa, y de las buenas maneras. ¿O de la poca sutileza? Hum... Aquí, la secuencia:

Me doy vuelta, me inclino sobre el respaldo de mi silla y palmeo suavemente su hombro. Le veo la cara por primera vez: tiene ojos marrones, una sonrisa amplia llena de dientes y la barba como de tres días.

Yo (sin anestesia): Disculpáme, ¿podrías decirme cómo se dice "cerrá la boca" en italiano?
Él, sin perder la sonrisa: Sí, "hiudi la bocca"
Yo: Ah... ¿podrías deletreármelo?
Él, muy solícito, se para y se acerca a mi computadora. Noto que no es muy alto y veo que sus dedos son cortitos cuando teclea la frase él mismo. "H - I -U- D - I- la B-O-C-C-A"
Yo: ¡Muchas gracias!

Él "ragazzo" se volvió a sentar y no se lo volvió a escuchar... ¿se lo habrá tomado a mal? Yo me quedé de buen humor y de paso me devolvió la cortesía con una sonrisa tan amplia que ahora me siento mal de haberle dicho algo. Nota mental: comprobado que me pueden los tanos, con todo y esa manía insoportable que tienen de hablar a los gritos en todos lados...