Como asesinar imperceptiblemente

Hace un tiempo leí un libro llamado Crímenes imperceptibles, escrito por el argentino Guillermo Martínez. En este libro se presentaba una intrincada serie de asesinatos que acaba siendo nada más y nada menos que una seguidilla de muertes naturales presentadas como asesinatos. De la misma manera me encuentro hoy con que es posible asesinar sin que nadie se de cuenta.
El asesinado se dará cuenta cuando el aguijón le provoque esa molestia punzante que desestabiliza y hace tambalear, pero que sin embargo no mata a nivel biológico. No es raro olvidarse de que el ser humano tiene alma, y ese alma es un frágil ente dentro del cuerpo. Se puede magullar, lastimar, abollar y matar tan fácil que casi tienta al más despiadado. Yo sé de lo que hablo.
Estos crímenes no son penados por la ley que rige desde el Estado. La pena cae de inmediato en el corazón asesino que se haga cargo. En el que no esté debidamente entrenado, endurecido para la ocasión. Los uniformes de esa cárcel son azules y las realidad se vuelve gris. Y un poco borrosa también. No existe impunidad en esto. El crimen contra el alma no se borra tan fácil de la memoria.

Es mas bien algo enfermo

Resulta que tengo que escribir dos cartas. A mí me gusta escribir cartas, pero éstas no son las más gratas que me han tocado escribir. De hecho, si pudiera no escribirlas sería feliz. Si no tuviera razón alguna para escribirlas me sentiría mucho más tranquila, emocionalmente estable y con la cabeza más despejada. Pero la vida no siempre nos da lo que queremos, más que nada para que no nos volvamos vagos y malcriados.
Resulta que las cartas que tengo que escribir son para dos personas con las que tengo relaciones muy distintas: por un lado está el segundo hombre que se las ingenió para hacerme llorar y por el otro está la mujer que nunca me dio cabida. A los dos tengo que decirles cosas que pueden sonar pueriles o impulsivas, pero que simplemente rebalsan de mi cabeza y no puedo contenerlas más tiempo.
Muchos versos de canciones resuenan en mis oídos y me ayudan a discernir qué quiero decir, pero sólo mis palabras podrán a aclarar la situación. Puedo decir que no se puede vivir con tanto veneno, o que una vez más llueve sobre mojado, pero en definitiva soy yo la que tiene que hacerse escuchar. Sin vueltas y sin miedo.
Aún si quisiera tomar una mirada introspectiva a ambos “asuntos” creo que no podría porque ya no sé cuándo empezaron ni cuando terminarán. Asumo, quizás erróneamente, que de alguna manera podré poner en claro algunos puntos para así poder evolucionar en mi relación con estas personas. Y ahora me encuentro con un nuevo factor, algo que antes no había considerado: ¿y si no quiero madurar mi relación con ellos, sino mi relación conmigo sin ellos?
Alguien podría decirme que esta inconstancia no es algo heroico, es más bien algo enfermo. Pero yo sólo puedo replicar que no quiero pensar mil veces las mismas cosas ni contemplarlas sabiamente. A ese hombre quiero hacerle saber que lo que hizo no estuvo bien y que no se pide lo que no se tiene, porque hay cosas que si no se las produce uno no las puede tomar de ningún otro lado.
A ésa mujer le quiero decir que no me importan ni su egoísmo ni su desidia. A esas cosas ya estoy acostumbrada. Lo que me molesta de sobremanera es su hipocresía. Porque la hipocresía no enferma sólo a los hipócritas sino también a quienes tienen que soportarla. Y estoy harta. Por primera vez en mucho tiempo hoy amanecí sin querer amanecer. Hoy amanecí ahogada en mi propio hartazgo y en la cama hecha por mis no tan amigos.