Las máquinas de hacer nada, Rodríguez Bermejo

No me acuerdo del día exacto, sólo sé que estaba en la línea D yendo para Congreso de Tucumán y que en una de las estaciones recibí lo que parecía ser un folleto, pero que en realidad era mucho más. Eran palabras, un texto. Ficción. Fricción mental nacida de una cabeza lúcida, o no.

En mi abotagamiento neuronal me fue imposible percibir lo mágico de ese encuentro literario. Ya fuera por mi cabeza soñolienta o por esa mala costumbre de desestimar sin análisis previo cualquier cosa que se ofrezca en el subte, no leí, o no recuerdo haber leído, de qué se trataba el texto.

Sí sé el nombre de la obra y del autor, porque me los mandé en un mensajito sms a mi propio celular. Las máquinas de hacer nada, de Rodríguez Bermejo. Agradeceré a cualquier ser, humano o no, que me pueda aportar algo que aclare mi memoria y aplaque mi remordimiento literario por desoír a un colega que vendía su prosa en el subte.

El hombre, ¿mi colega?, debía tener unos setenta u ochenta años. Tenía pelo blanco y ralo, si no me equivoco peinado para atrás. Me acuerdo de sus ojos enrojecidos, ya sea por el sueño atribulado de ser quien no fue, o por la ginebra que no había terminado de dejar su mirada. De cualquier manera, era un hombre viejo, si se lo quiere medir en términos mundanos.

Quizás ese hombre nunca alcanzó la fama y la fortuna. Quizás ese texto ni siquiera es suyo, pero me llamó la atención porque al tiempo que ofrecía su trabajo, caía del mundo de la fantasía al mundo real y ofrecía magiclicks, los encendedores para cocina que “duran 100 años”. Fue como un click mágico. Que de un momento a otro la realidad se hiciera presente y el resto no hiciera nada.

Porque, aunque no leí el texto, la idea no deja de picar en mi cabeza, que dejó decantar once meses las impresiones de este encuentro. Quizás “las máquinas de hacer nada” no son otros más que nosotros, que día a día nos subimos, nos bajamos y apeñuscamos en un subte o colectivo, o que hacemos fila tanto en el banco o como en el McDonald’s.

Quizás no es otro que el hombre de hoy, el urbano que no sabe leer las estrellas, porque hace mucho que no las ve; el hombre de campo que no ve el horizonte a través de todo el humo; la mujer, el niño, el anciano, el maestro, los estudiantes… todos aquellos que representan el futuro, y todos los que representan el pasado.

Estamos todos unidos, como una cadena, como un engranaje aceitado, o no tanto. Como si fuéramos una máquina, pero en vez de ser productivos y elevarnos en conjunto preferimos hacer nada. Y la máquina está afilada, puede tener desbarajustes, o le puede faltarle el combustible, pero funciona. Y hace nada.

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