Soltar - Saltar

Nunca falta el o la iluminada de la meditación trascendental que explique que para avanzar en la vida y hallar la paz hay que "soltar". Así, en infinitivo e infinito, como si la paz fuese un Pokemón que hay que encontrar y no la casa de naipes que es en realidad. Como si las cosas y personas no se pegaran a los dedos como pegamento y no fuesen difíciles de sacar.

Yo prefiero saltar.  Hay algo igualmente liberador y sanador en saltar, ya sea al vacío a pesar de la incertidumbre; a la aventura con energía y cierta cautela; ante una situación que amerite una respuesta vehemente; con la decisión de no volver atrás aún a pesar de la fuerza de gravedad. Es una forma de soltar, sí, pero no de desprenderse.

Hay eventos que son lecciones de vida y es sano dejarlos ir para no tenerlos presente, para que su recuerdo no empañe el día a día. Pero si se trata de hacerse cargo, levantar un muerto, pedir perdón, luchar un derecho o una causa, e incluso al enfrentarse con un recuerdo poco feliz...

Saltá. Soltar suelta cualquiera.

mujeres bonsai

No me había dado cuenta, pero me quedó en el tintero explicar qué es una "mujer bonsai". Es aquella a quien desde temprana edad le recortaron las ramas, las raíces o lo que haga falta, hasta dejarla reducida en tamaño, más no en belleza, fortaleza o salud.

Como un árbol perfecto con todas sus ramas, flores, aromas y colores en miniatura, así es la mujer bonsái. Desde chica la educaron para hacer una sola cosa (ser madre, esposa, profesional) y para eso tuvieron que recortarle algunas cualidades con tal de beneficiar otras.

El mejor ejemplo de mujer bonsái que se me ocurre es mi madre, una perfecta baby boomer nacida en los cuarenta a caballo entre el último coletazo victoriano de Buenos Aires y los años sesenta (que, se sabe, fueron pacíficos y moderados... o lo contrario).

Esas señoras son fuertes, están bien plantadas, pero sin embargo han sido recortadas para que todo su mundo funcione dentro de una estructura social que las mujeres de mi generación ni llegamos a imaginar.

Su educación las dejó limitadas, en algunos casos, a lo que decidan los maridos, hermanos o hijos (en especial los varones), mientras que las mujeres de mi generación, producto de la crianza de nuestras madres, claro, ya tenemos otro chip en el cerebro.

La mujer bonsái nació para árbol y terminó como objeto hogareño, que adorna una estancia y le agrega luz, color y una onda zen preciosa. Hay una parte de ellas que siempre será un brote indefenso, aunque tengan la corteza dura y gruesa.

A las hijas de esas mujeres nos parecerán infantiles algunos de sus reclamos, lentos algunos de sus razonamientos o anticuadas en sus argumentos, pero es porque son un bonsai de lo que deberían haber sido.

Nacieron para árboles.

Distraída

La gente no sabe lo difícil que es ser distraído. O distraída, en mi caso. “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese, qué se yo”, dice el tango. Pero las personas como yo sabemos qué tienen: obstáculos.

Muchas veces me criticaron que camino cabizbaja, como si hubiese perdido un cospel. Qué bella palabra, lástima que está en desuso. Una moneda, mejor dicho. Y la verdad es que me tengo que concentrar en cada paso que doy para evitar pisar caca (de perro, de paloma, de humanos, quién sabe), o para descifrar cuál es la baldosa que me salpicará cual trampolín para el barro.

Cuando estaba en el colegio mi mamá me decía que mirara los semáforos y los autos antes de cruzar la calle. Vivíamos al borde de la 9 de Julio, en pleno centro porteño, y no era tarea sencilla atravesar semejante avenida, menos a la altura de Santa Fe. Para cuarto grado ya iba y volvía sola del colegio, tanto a la mañana como a la tarde. Cuatro viajes. La doble escolaridad tiene esas cosas, y el hecho de que mi vieja se olvidara dos veces de ir a buscarme me allanó el camino para independizarme. Pero quedaba la cuestión de los obstáculos en la calle.

Mi mamá pretendía que yo fuese como una posesa en cada esquina, con capacidad de girar la cabeza en redondo como una lechuza. Además de prestarle atención a los semáforos y a los autos tenía que tener en cuenta a otras personas y llegar a hacer dos cruces con cada luz: con la primera, Carlos Pellegrini y la siguiente. Con la segunda, Santa Fe. Y con la tercera, otro carril de la avenida y Cerrito. Más de una vez me llevé puesta a alguna señora mayor por apurarme en una vereda y creo que hasta choqué dos veces con la misma. Ser distraída tiene esas cosas. Una no quiere ser maleducada, colgada o avasallante, pero lo hace sin querer.

Lo mismo con ser metódica antes de salir a la calle: tengo que chequear cómo ir y cómo volver antes de salir de casa y no salgo sin escribir en un papel la dirección, la línea de colectivo o subte y el lugar donde me bajo o me lo tomo. Lo bueno de tener un itinerario hasta para ir a lo de mi abuela es que me suele dar resultado. Lo malo es que me llevé varios sustos antes de aprender que necesito hacerlo.

Cuando estaba en sexto grado se me ocurrió volverme sola a casa desde el teatro donde había sido mi acto de fin de año. Mis papás no habían ido a verme actuar de “amiga enamorada del lindo” en “La bella y la bestia”, así que asumí que tampoco me iban a ir a buscar. Entonces me caminé toda la avenida Santa Fe hasta Pueyrredón, lo que es bastante si nunca anduviste sola a las 10 de la noche por la calle. Recién me cayó la ficha de que iba para el lado contrario cuando noté que estaba caminando en sentido contrario al 152, que en ese momento sólo bajaba de Plaza Italia a Retiro.

Fui distraída toda mi vida. Creo que eso me hizo organizada a la fuerza, lo que no tiene nada de malo y me viene muy bien si me voy de vacaciones a una ciudad que no conozco. Si estoy en mi casa, salir implica armar una cartera como si me fuese de excursión: desde gotas para los ojos porque se me suelen meter basuritas hasta un anotador con la dirección y cómo llegar a destino. No sea cosa que se me muera el celular o no me funcione el Google Maps.

Eso sí: hasta el día de hoy recibo comentarios del estilo de “te vi el otro día caminando por la calle… estabas mirando al piso, con cara seria, no sé qué te pasaba”.

Dejála caer

Dejala, que solita se rompe y se desarma. Se desmorona, se hace polvo y se vuelve a armar como lo haría un ave fénix, pero más feo.

Arranca por los pies, que son siempre tan torpes. Se le salen las uñas, se le descascaran los talones, se le dispersan los huesitos de la planta. Después se le dislocan los tobillos y listo: se le desanudan las pantorrillas.

Los músculos y las venas se desenredan y la rodilla no tarda en quedar lisa. Es un espectáculo admirable por lo morboso. Tiene una sangre con olor ácido, al contrario de la mayoría de las personas, que son dulces en su fluir.

Ella no. Ella tarda en deshacer el enjambre que tiene entre las pierna. Salen cualquier cantidad de cosas de su cadera. Hay que tener cuidado porque en ese momento son como proyectiles, aunque en realidad sea toda materia blanda.

No lastima, pero duele en el momento. Se le expande el abdomen como a un muerto de hambre, con la carne que se le va consumiendo contra las costillas mientras que su cintura se ensancha primero y después desaparece.

Ella desaparece. Las costillas hacen un ruidito como de xilofón al caer al suelo y cuando llegan a la altura de los pezones se detiene por unos segundos el proceso para que puedan caer por su propio peso, que no es mucho.

Finalmente caen como frutitas podridas tiradas a la sombra de un árbol que ya no da más en pleno verano. A la vez se escucha el sonido de guijarros que se estrellan contra el suelo: son las falanges de los dedos.

Cúbito, radio y humeral suenan como palos de madera verde que va a tardar en prenderse fuego. Las clavículas y las vértebras son más dóciles y caen justo entre medio de donde quedaron los restos de la cadera.

Hay una música especial que lleva en la sangre y que se escucha cuando se libera el torrente y empapa los huesos, cartílagos y músculos. El tamborileo óseo le contesta.

Al fin sólo queda la cabeza, siempre tan firme y a la vez tan sola. Las orejas que son lo primero que se cae y la dejan aislada mientras que sus labios se afinan hasta ser absorbidos por la mandíbula.

Las mejillas se hunden entre los huesos de la calavera y los ojos se derriten causando el efecto de un llanto desconsolado, manchado por las pestañas. El pelo se prende fuego como lo haría el ave fénix.

Después es sólo cuestión de esperar a que la tapa del cráneo estalle por la presión y el cerebro salga libre (otra vez los proyectiles blandos).

Puede ser un proceso trabajoso, pero también es liberador. Sacarse una armadura siempre lo es. No te preocupes por ella porque se arma y se desarma todo el tiempo.

Cómo cumplir una meta diaria

Para cumplir una meta por día hace falta fuerza de voluntad. El famoso "mover el culo", ya sea para sentarse a escribir o para salir a la calle a hacer las cosas pendientes.

En años de terapia lo único que logré establecer es que para lograr algo hay que ponerle empeño. No hay meditación trascendental o fórmula filosófica que supere el acto de emprender: en efecto, es "ir y hacerlo".

Lo que pasa es que a veces la cabeza no está en sintonía con el cuerpo y por más que uno desee o planee algo, las fuerzas no acompañan. Hay que saber cuándo tener paciencia y cuándo ponerse firme con uno mismo.

También tengo en claro que hay veces que uno emprende un proyecto y no se da en seguida, pero no por un error sino por falta de perspectiva, experiencia o conocimiento. Eso lo da el tiempo, que acomoda todo.

Por otra parte, todos los días trato de hacer algo que me dé miedo, ya sea para superar la tara, o para exacerbar mi curiosidad y descubrir que algo -lo que sea- no era tan "digno de temor" como yo pensaba.

No sé de dónde saqué esa premisa, pero me sirve ya sea para subir las escaleras del jardín botánico de Copenhague, en Dinamarca, o para emprender un taller de escritura (lo que implica dos cosas que me aterran: conocer gente nueva y mostrar lo que escribo).

Otra cosa que trato de hacer todos los días es leer algo que me interese. Al menos un texto por día, así sea un artículo de 4 párrafos en la web. Tiene que satisfacer mi necesidad de la misma manera que una enciclopedia de dinosaurios entretiene la imaginación de un niño de 4 años.

No soy una gran lectora de libros. No entiendo cómo hacen las personas que liquidan un tomo de 500 páginas en dos días, yo no puedo. Hasta me suena sospechosa tanta celeridad, ¿lo estarán leyendo a fondo?

Pienso que si se lee un libro por gusto es aceptable dejarlo de lado y retomarlo según mi necesidad como lectora. El texto que me dio angustia o me aburrió en un momento bien puede capturar mi atención tres años más tarde.

Todo a su debido tiempo, que total el tiempo acomoda todo.

Sin tiempo para los suceptibles

Hay que admitirlo: en medio de una crisis, con el patio inundado o la casa en llamas, no es momento para ponerse susceptibles. Sobre todo cuando el problema es del otro y uno está medio de actor de reparto o más bien, como se dice en inglés, cumple un "supporting role", algo así como un rol secundario o de apoyo al principal.

Ahí, cuando las papas queman, es hora de poner la mente en positivo y de estar disponible para lo que haga falta, no de ofenderse por quién se entera antes que quien de la parte más trágica de la noticia, o de quién tiene el honor de salir a comprar carilinas, ibuprofeno, puchos y una birra fría antes de que cierre el chino.

De la misma manera, en los momentos felices no se trata de sentirse relevante por estar en todas las fotos de cada fiesta o evento.

Ser el confidente de alguien, o tener un confidente, es casi una rareza. Es como una suerte de servidumbre, en el mejor de sentido de la palabra: es saber guardar un secreto, aliviar una pena charlando (con chistes incluidos, por qué no), desenredar un nudo, descular un asunto, trazar un plan que luego se transforme en proyecto...

Como un mayordomo solícito o una dama de compañía muy ducha, un confidente está disponible aún si las circunstancias complican su presencia física. Dedica su tiempo si se lo piden, y eso no tiene precio.

Y cuando las cosas se complican, cosa que suele ocurrir; cuando más hacen falta las orejas y menos las lenguas, ahí es importante saber servir sin ofenderse por el rol que toque en la obra. Los personajes secundarios no están en todas las escenas.

Cambio de perspectiva

Si vos sos maleducado, desubicado o soez, yo no tengo por qué "tomármelo con humor" ni "ser una dama", ni aprender filosofía zen para lidiar con tu falta de filtros. El cambio lo tenés que hacer vos, que sos la persona incapaz de medir tus palabras.

Debe haber algo de cierto en eso que dicen de que lo que importa no es la intención del mensaje sino el impacto que produce, porque lo que uno cree que es "un comentario gracioso" puede resultar una patada en la cara, metafóricamente hablando.

Cuando uno cree que está siendo ingenioso pero resulta ser ofensivo tiene que poder darse cuenta de que el interlocutor, susceptible o no, tiene sus límites. Si esos límites se alcanzan, se va al mazo y se baraja de nuevo.

En otras palabras: pedir disculpas no es tan difícil. Si crees que la otra persona está siendo desproporcionada en su reacción, se puede charlar. Pero hacer un comentario desagradable y después acusar de susceptible o exagerado es de necio.