Eterna la noche

¿Nunca se te hizo eterna una noche? Como si estuvieras sentado en el cordón de la vereda, en plena calle desierta, bajo las luces tenues del alumbrado público. Como si te rodeara un vaho de humedad helada, que se te pegotea en el cuello y te hace sudar en frío.

Una de esas noches donde todas las frases suenan inconexas, e incorrectas. Esas noches tienen la particularidad de ser eternas porque te quedan grabadas en la cabeza. Las sombras de las personas se desplazan a pocos metros tuyo, por una calle lateral, y siguen de largo, acompañando fielmente a sus dueños.

Nadie te presta atención. Es una noche donde el cielo contiene la respiración y vos también. El tiempo se detiene, estás ahí sentado, quieto, con las manos entrelazadas y apretando los dedos contra el dorso de las palmas. Te tiembla el pulso. No lo podés evitar.

Dicen que el día tiene 24 horas, y que la noche ocupa sólo una parte de ese tiempo. A veces más, a veces menos. Hay noches que son eternas porque te da vueltas la cabeza y no podés sacudirte el recuerdo. Vas a ver cientos de amaneceres y aún así vas a seguir viéndolo.

Bueno, así me siento. De ese modo. Es una noche muy larga, que empezó no sé bien cuándo. Creo que fue la primera vez que tomé ese vaso, pero también puede haber sido después de la primera frase que pronuncié.

Creo que mi tonada me vendió como extranjero aunque no lo sea. Sólo soy forastero en esta ciudad, que es demasiado grande, como un país aparte. Lo que empezó siendo un brindis amistoso con compañeros ocasionales dentro de un bar cercano a la terminal terminó siendo un vaivén de copas que fueron a morir al piso, y yo con ellas.



Necesitaba aire. Salí del local un momento, y cuando intenté volver, me negaron la entrada. Después de un tiempo me encontraba solo, de cara a la noche, con los dedos entrelazados mientras algún forajido se frotaría las manos, pensando que yo era presa fácil.

Y la noche parecía eterna, pesada sobre mis párpados. No tenía un centavo encima. Estaba más pelado que cuando había bajado del micro. Les había pagado la pieza por adelantado, pero ellos me habían bailado.

Fue la curda más cara de mi vida, y la noche más larga que pasé en Buenos Aires. Difícil fue esquivar al vigilante. No lo escuché acercarse, así de silencioso venía él, y así de aturdido estaba yo. El mono me miró y me pidió el documento.

Se los mostré, creo que por eso no me llevó. Por eso, y porque vio que era un pobre diablo al que no le sacaría ni una moneda. Me hizo pararme y la oscuridad que estaba suspendida sobre mi coronilla bajó de pronto sobre mi cara, mis hombros...

Caí sentado sobre la vereda. Creo que me empecé a quejar, o a reírme, no me acuerdo. El cana tenía ganas de pelearme. Me empujó primero con la punta de su bota negra, que ya tenía barro en los bordes y después me clavó un puntapié limpio y directo a las costillas. No me dijo por qué.

Yo me retorcía hecho un ovillo en el piso mientras el cana me gritaba no sé qué, y me pegaba con la punta de sus botas en las canillas y los antebrazos. Estaba siendo amable: podría haber elegido mi nuca o mi espalda.

Es un divertimento, supongo, algo que no conocía cuando llegué a esta ciudad. Un grupo de extraños deja en bancarrota al recién llegado y un policía, lejos de socorrerlo, se dedica a darle la peor paliza de su vida. Algunas de las patadas dieron de lleno en mi frente y mis tobillos. Después se cansó y se alejó.

Pasaron las horas y salió el sol. El dueño del bar se había ido hacía rato, dejándome hecho un ovillo a escasos metros de la puerta del local. Sentía frío, tenía los pantalones mojados y sabía que no había llovido, y que en la ciudad no existe el rocío.

Estiré el cuello, pero me dolía. Bajé un poco los hombros, moví los dedos lentamente y separé los codos y las rodillas del pecho. Inspiré y lancé un grito agudo de dolor. También terminé de devolver todo lo que había tomado la noche anterior.

Me apoyé sobre mi espalda y tomé envión rodando por el suelo para poder pararme. Debo haber dado una imagen lastimosa: un hombre de 40 años, regordete y de baja estatura tambaleándose porque tiene las piernas y los brazos moretoneados.

Logré pararme y recuperar el equilibrio apoyado contra la pared. Con los ojos más achinados que de costumbre, hice foco en el asfalto. La noche había terminado y el sol empezaba a calentarme la mollera.

No recuerdo ni una palabra de mi primera conversación con mi vecina Beatriz, la señora del timbre 3 que me prestó una pieza en su propia casa hasta que empecé a alquilar el departamento de arriba. Es más, no sé ni por qué tuvo ese gesto de grandeza con un extraño.

Mi primera noche en Buenos Aires fue eterna. Pasó, pero todavía hay veces en las que dudo si bajar por esa calle o visitar ese bar.

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