El duelo

Se miraron fijo a los ojos. Después se estudiaron de pies a cabeza y midieron cada centímetro de la otra, a sabiendas de que nada es más importante que conocer al adversario.

Hacía mucho tiempo que esperaban encontrarse en persona, lejos de las fantasías que ofrecía su perspicacia. Nunca habían escuchado hablar de la otra, pero sentían que había mucho en común.

La rubia era de baja estatura, tenía ojos redondos, color miel y la cara llena de pecas. Los rasgos infantiles contrastaban un poco con sus curvas, sobre todo con su escote, que se empeñaba en lucir a destajo.

Su oponente, en cambio, era la perfecta antagonista: tenía pelo negro, ojos almendrados de color negro y la piel cetrina. Era espigada, casi demasiado delgada, pero su cara angulosa parecía una escultura prodigiosa.

Difícil creer que el mismo hombre hubiera elegido a las dos. Más fácil era comprender que estuviera dividido entre ellas, como si estar con una complaciera sólo a una parte de su ser y necesitara a la otra para complementarla.

Y ellas lo sabían. Lo presentían porque las mujeres tienen ese sexto sentido, el maldito, que se clava como una daga en la nuca y desde el fondo de la cabeza comienza a cavar un túnel de dudas.

Al final se conocieron en persona de la manera más casual: entre tanta gente, y con tanto lugar donde estar, ellas se sentaron en el mismo sofá. La rubia esperaba que él le trajera un daiquiri. La morocha se había servido un mojito.

Tenían que hablar antes de que él volviera de la barra. Si no era como adversarias, al menos como viejas amigas, o como dos personas adultas que coinciden en una fiesta.



A veces puede darse una extraña complicidad entre dos mujeres que aman a una misma persona. En realidad, es un sentimiento de empatía muy real: es saber que la otra sufre por tener que compartir al objeto de su afecto.

La daga, entonces, hizo estragos en la nuca de cada una, y el encuentro sirvió sólo para lavar la sangre con alcohol.

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