Hermano perro Fidel

Hoy extrañé todo el día. De repente se me dio por extrañar el verde, la humedad y ese aire fresco raro, que no es frío pero te llega a los huesos. Quería levantar la vista y ver el cielo plomizo y bajarla de nuevo a la tierra para ver nada más que el camino. Y pensar que padecimos los últimos 5 kilómetros, pero los caminamos de todas maneras.

"Van a tardar unas tres horas", nos había dicho el dueño del hostel en el que Sofía y yo nos quedamos cuando visitamos Tafí del Valle, en Tucumán. Pero como buenas porteñas tercas, nosotras insistimos en hacer a pie el recorrido desde el centro del pueblo hasta El Mollar, donde el gobierno provincial reubicó los menhires tallados por los habitantes originarios.



Sofía y yo emprendimos el camino pasado el mediodía. No hacía calor, el cielo estaba limpio (a excepción de algunas nubes blancas) y nos bastó abrigo ligero para andar. Siguiendo la guía del "hostelero", caminamos primero hacia afuera de Tafí por la avenida Perón y después empezamos a recorrer la margen del río en dirección a El Mollar, vadeándolo de tanto en tanto.

A poco de empezar a andar, notamos que una pequeña sombra nos seguía con una distancia cautelosa desde que salimos del hostel. Era un perrito blanco y negro, flacucho y con una herida en el pecho que seguía abierta. "Fidel se llama, ¿no?", me preguntó Sofía. No supe qué contestar, pero asumí que ese era su nombre.

Continuamos nuestro camino, con Fidel que nos seguía a un par de metros. A veces el animal se adelantaba y lo perdíamos de vista. Justo cuando pensábamos que tendríamos que inventar algún cuento para excusarnos con su dueño por haberlo extraviado, reaparecía más adelante en el trayecto. Parecía que nos estaba esperando, sentado sobre sus patas traseras, con una mirada impasible mientras nosotras titubeábamos a cada paso (resultamos ser muy malas para orientarnos).

Incluso en la recta final del camino, cuando apenas faltaban cinco kilómetros que caminamos por un árido camino de tierra, Fidel probó ser digno de su nombre y nos acompañó. Nos escuchó maldecir a los que nos sobrepasaban a bordo de sus motitos (que parecían ser una plaga en la zona), y nos miraba atento cada vez que nos deteníamos para deliberar si hacíamos dedo o no.


Cuando por fin llegamos a El Mollar, tres horas y 15 kilómetros más tarde, Sofía y yo paseamos brevemente por el parque de los menhires, que es una suerte de plaza donde se encuentran erguidas las piedras cilíndricas talladas por los primeros habitantes de la zona. Después, averiguamos en la plaza del pueblo que el  único colectivo que nos llevaría de vuelta a Tafí del Valle pasaba dentro de las dos horas.

Mientras esperábamos el colectivo, el viento se volvió un poco más frío, el cielo se tornó plomizo y la luz empezó a atenuar. Sofía y yo nos compramos vainillas en una tienda que daba a la plaza y nos sentamos en la vidriera de un bazar, para sorpresa de su dueño, que salió a saludarnos (o a mirar qué hacían dos turistas de a pie, con sandalias y sacos de hilo en pleno octubre).

Durante todo el tiempo de espera, Fidel siguió a nuestro lado. Se sentó frente a nosotras primero, y comió los pedazos de vainilla que le convidaba Sofía. Creo que compartimos el paquete en partes iguales. Después de comer, se acurrucó entre nuestros tobillos. Quizás él también tenía frío.

Apenas vimos avanzar el colectivo hacia la plaza, lo paramos y nos subimos no sin antes mirar con tristeza a Fidel. "Le decimos que se perdió, que se dio la vuelta a mitad camino y lo perdimos de vista", resolvió Sofía. La secundé. No me gustaba la idea de tener que explicarle al dueño del hostel que habíamos dejado a su perro a 15 kilómetros de la casa porque no podíamos subirlo al transporte público.

Llegamos al hotel y el hombre ni siquiera preguntó por su mascota. Nos calentamos tamales, comimos temprano para contrarrestar la fría noche en el valle y nos fuimos a dormir alrededor de las 11. Al día siguiente nos tocaba seguir camino para las ruinas de Quilmes, todavía dentro de la provincia de Tucumán.

Pero antes de dejar el hostel, en la mañana siguiente, lo vimos de nuevo: Fidel estaba sentado en el patio de la casa, con su mirada impávida y la herida abierta que cicatrizaba de a poco. Le comentamos al dueño del hostel que su perro nos había seguido "durante parte del camino" a El Mollar y que después le habíamos "perdido el rastro".

El hombre rió y dijo: "Ah, sí, volvió anoche, a la hora de que volvieran ustedes". Algo en su sonrisa y su todo de voz nos hizo saber que Fidel era un conocedor de su camino. "Hermano perro", le dijo Sofía al animal, "¿quién dijo que siempre habremos de esperar para que nos saquen un poco a pasear?"

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