“Como en todo sitio, también en el planeta del principito, existían hierbas buenas y de las malas que resultaban naturalmente de semillas buenas y de malas semillas. Ocurre que las semillas son invisibles y duermen en el secreto de la tierra hasta el instante en que a una de ellas se le ocurre despertarse.”, (El Principito, Antoine de Saint Exupery).
Todo el mundo tiene de vez en cuando un baobab en la cabeza. En realidad, las semillas para estos árboles mentales están presentes siempre, pero cada tanto una “se despierta” y crece hasta invadir todos los rincones del esqueleto.

Pero un baobab mental es otra cosa. Es algo que aparece de un momento a otro y le carcome a uno el cerebro, generalmente por la noche. Algo como un mal recuerdo, una frustración o un problema recurrente que viene a exigir solución a las dos de la mañana.
Empieza como una plántula en la sien, como un cosquilleo lejano que se localiza en la parte más blanda de la frente. Después, el pequeño baobab echa raíces en el oído, el pómulo y en el cuero cabelludo. Aparecen los primeros reproches, los “mañana lo haré mejor” o los “ya pasará”.
Las primeras ramitas de la planta empiezan a hacerse ver frente a los ojos y los vuelve más pesados. El cuarto está a oscuras, pero se ven las imágenes que querríamos podar.

Como en la historia del Principito, un baobab mental debe ser arrancado de raíz para que no termine por hacer explotar, en este caso, el cerebro, o para que no siga creciendo a lo largo del cuello hasta llegar a infectar los hombros.
“Si un baobab no es arrancado a tiempo, ya no es posible luego”, advierte el texto de Saint Exupery. De la misma manera hay que procurar extirpar los baobabs que crecen en nuestra cabeza, para no encontrarse a las tres de la mañana viendo películas viejas en la televisión, o escribiendo en un Blog.
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