Dejála caer

Dejala, que solita se rompe y se desarma. Se desmorona, se hace polvo y se vuelve a armar como lo haría un ave fénix, pero más feo.

Arranca por los pies, que son siempre tan torpes. Se le salen las uñas, se le descascaran los talones, se le dispersan los huesitos de la planta. Después se le dislocan los tobillos y listo: se le desanudan las pantorrillas.

Los músculos y las venas se desenredan y la rodilla no tarda en quedar lisa. Es un espectáculo admirable por lo morboso. Tiene una sangre con olor ácido, al contrario de la mayoría de las personas, que son dulces en su fluir.

Ella no. Ella tarda en deshacer el enjambre que tiene entre las pierna. Salen cualquier cantidad de cosas de su cadera. Hay que tener cuidado porque en ese momento son como proyectiles, aunque en realidad sea toda materia blanda.

No lastima, pero duele en el momento. Se le expande el abdomen como a un muerto de hambre, con la carne que se le va consumiendo contra las costillas mientras que su cintura se ensancha primero y después desaparece.

Ella desaparece. Las costillas hacen un ruidito como de xilofón al caer al suelo y cuando llegan a la altura de los pezones se detiene por unos segundos el proceso para que puedan caer por su propio peso, que no es mucho.

Finalmente caen como frutitas podridas tiradas a la sombra de un árbol que ya no da más en pleno verano. A la vez se escucha el sonido de guijarros que se estrellan contra el suelo: son las falanges de los dedos.

Cúbito, radio y humeral suenan como palos de madera verde que va a tardar en prenderse fuego. Las clavículas y las vértebras son más dóciles y caen justo entre medio de donde quedaron los restos de la cadera.

Hay una música especial que lleva en la sangre y que se escucha cuando se libera el torrente y empapa los huesos, cartílagos y músculos. El tamborileo óseo le contesta.

Al fin sólo queda la cabeza, siempre tan firme y a la vez tan sola. Las orejas que son lo primero que se cae y la dejan aislada mientras que sus labios se afinan hasta ser absorbidos por la mandíbula.

Las mejillas se hunden entre los huesos de la calavera y los ojos se derriten causando el efecto de un llanto desconsolado, manchado por las pestañas. El pelo se prende fuego como lo haría el ave fénix.

Después es sólo cuestión de esperar a que la tapa del cráneo estalle por la presión y el cerebro salga libre (otra vez los proyectiles blandos).

Puede ser un proceso trabajoso, pero también es liberador. Sacarse una armadura siempre lo es. No te preocupes por ella porque se arma y se desarma todo el tiempo.

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