Juanita Laguna

La tarde era soleada, cálida y húmeda. El tráfico avanzaba a los tropezones por la avenida Córdoba. Una mujer mayor se acercó a una mujer joven que estaba vestida con el ambo blanco de estudiante de medicina. Le pidió, casi en súplica, que le ayudara a cruzar la calle. Pero la estudiante se excusó con una de esas vanas excusas balbuceadas a media voz. La mujer se volvió y apoyó su mano en el antebrazo de otra joven.

--¿Me ayudás a cruzar la calle? ¿Me ayudás a ir hasta la farmacia? --preguntó una vez más, con tono suplicante como si pidiera limosna de la que no se cuenta en divisas. Al oír una respuesta afirmativa siguió con sus pedidos

--¿Cómo te llamás vos? Así te presento en la farmacia… Yo soy Juanita, ¿vos cómo te llamás?—

La edad avanzada de Juanita casi no se veía reflejada en su cuerpo. Su cabello, negro y ensortijado, apenas exhibía algunas canas. Sus ojos pardos eran calmos, como ausentes y la piel alrededor estaba sólo un poco arrugada. Al cambiar la luz comenzó a cruzar la avenida Córdoba a la altura de Junín. Caminaba a paso lento y con un ritmo suave como si andara sobre las nubes.

--A las cinco me tiene que llamar mi pareja—comenzó a explicar a su acompañante. --¿Vos le vas a rezar a Dios para que me llame mi pareja? –-de nuevo, ese tono de súplica salió de su boca como una plegaria esperanzada.

Al llegar a la puerta de la farmacia que estaba a metros de la esquina, Juanita se desprendió del brazo de su acompañante y siguió sola su camino, sin siquiera mirar atrás.

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