El niño azul



Había una vez un niño azul que vivía en un mundo azul. No tenía nombre ni edad y nadie podía decir desde qué hora existía. No se le conocían padres ni familia. Tampoco los necesitaba, pues eran para él accesorios pesados que lo ataban a una realidad gris que lo obligaría a crecer y a incorporarse a un mundo lleno de reglas creadas por unos hombres que iban en contra de otros hombres.

De vez en cuando, el niño azul daba una vuelta por el mundo de los adultos. Después volvía a su mundo azul, feliz de saberse niño y libre de temor. Caminaba por la calle mientras los “grandes” avanzaban a los empujones, tan preocupados con sus cosas que ninguno lo notaba. Él en cambio iba a su propio ritmo, sin reloj, sin zapatos, sin alguien que lo llamara para que volviera a su hogar.

A veces el niño azul sentía hambre, pero sabía que era temporal. El hambre, el frío y el sueño eran simplemente el resultado de estar demasiado tiempo en esa realidad. Cuando lo invadía ese escalofrío que lo hacía encorvarse como un ovillo cerraba los ojos y volaba sin escalas directo a su tierra amada. Allí estaba en libertad para reír sin ser tomado por loco y para jugar sin ser tomado por salvaje.

Cierta vez se encontró en medio de una calle atestada de vendedores, compradores y perros callejeros que le mezquinaban centavos. Ni todo el azul del cielo pudo convencerlo de que no sentía frío, hambre y sueño. Se enrolló como siempre, cerró sus ojitos azules y su boquita de tiza y voló lejos, a su amada tierra azul.

“He aquí un niño azul que fue encontrado en las cercanías de la gris realidad”, decía el oficial de Policía cuando su jefe llegó a donde el cuerpito del niño yacía, todo azul, sin vida.

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