¿Quién le tiene miedo a las ollas vacías?

Son las ocho de la noche, y puedo darme cuenta de la hora que es sin mirar el reloj porque a lo lejos se escuchan los ecos metálicos de tapas de cacerolas batiéndose. Ollas y sartenes repiquetean desde las cocinas de las casas de mi barrio, y el sonido va aumentando hasta llegar a ser una verdadera sinfonía de aluminio.

De un tiempo a esta parte pareciera haber una dinámica popular:
Paso 1, la presidente da un discurso televisado por cadena nacional, generalmente alrededor de las 6 o 7 de la tarde.
Paso 2 , aquellas personas que están en desacuerdo con lo dicho por la presidente se autoconvocan a la esquina más cercana a las 8 de la tarde y, cacerola en mano, expresan su descontento.

Con estos dos pasos se resume la democracia argentina. El Poder Ejecutivo habla y el pueblo responde, de manera precaria, con una protesta casi infantil. Al final, se logra más liberar la bronca, la frustración o la impotencia que expresar desacuerdo o reclamar una modificación en la política adoptada (en este caso puntual, la re estatización del sistema previsional).

No pretendo minimizar el valor y el peso de la protesta popular o de las manifestaciones sectoriales. Creo que el voto del pueblo soberano puede darse en las urnas y quitarse en las calles. De hecho, en el pasado hasta renunció un presidente a causa del manifiesto descontento de las baterías de cocina de los argentinos. Pero a no engañarse, no fueron sólo las ollas: las condiciones estaban dadas.

Más cercano en el tiempo fue la presencia de 300 mil personas para hacer sentir su voto no positivo, de vuelta echando mano a las cacerolas. A estas alturas, parecería ser que, mientras hay grupos que protestan con batucadas e instalando ollas populares frente a la casa de gobierno, hay otros que prefieren usar ollas vacías y hacer ruido metálico con el mismo fin.

Parece que se desgastó la idea del cacerolazo como respuesta a los discursos de los políticos. No sé si en algún otro barrio estará sucediendo lo mismo. Quizás mi reflexión es aislada, ya que el concierto de cacerolas y bocinas no se hizo escuchar en otros barrios, o por lo menos no salieron en la televisión.

Ahora no es un cacerolazo soberano, sino unos cuantos vecinos haciendo barullo. Ya no se trata de golpes secos y dolidos a cacerolas hartas de estar vacías, sino más bien el sonido tintineante de cacerolitas chinchudas que quieren que les presten atención, que quieren llamar al orden en la cocina del país.

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