El Fuego

Hay algo mítico en el fuego.
Una vez, en un tiempo que ya nadie recuerda, nuestros “abuelos” se congregaban alrededor del fuego para venerarlo, rendirle pleitesía, para pedirle favores o protección. Nuestro padres usaron el fuego como arma de destrucción y también de purificación. Esta conexión con nuestro pasado común nos hermana. Algo de ese sentimiento de congregación debe quedar latente en nuestras almas porque cada vez que se enciende una vela el ambiente cambia. Aun si la encendemos en soledad.

Hay algo de íntimo en el fuego.
Algo cambia en la gente cuando se ve iluminada sólo por la luz de una vela, sumida mitad en la oscuridad y mitad en el resplandor sutil de una luz titilante y frágil pero a la vez dura y real. Hay algo que sólo saben el fuego y quien lo provoca. La llama y quien la observa. Aquél que enciende una vela, una fogata o un pedazo de papel sabe porqué lo hace, y ésa llama en particular guardará el secreto por toda la eternidad mientras esté encendida.

Hay algo de vida en el fuego.
Para rezar, para festejar, para crear un ambiente, para crear o quebrar una maldición, para invocar y rogar o pedir la absolución. Para cualquier cosa es probable que prendamos una vela. Para que la gente nos vea, para que sepan qué causa apoyamos, de qué lado estamos. “Presentar” nuestra luz es un símbolo tan fuerte y tan significativo que no hacen falta las palabras: Estoy con vos. Yo creo que no existe solamente el fuego de la pasión, sino también la pasión del fuego.

Hay algo de eterno en el fuego.
Hay una relación entre el fuego y lo eterno, y es tan estrecha que cuesta ver la división. Es la sensación de que la eternidad está más cerca de lo que los ojos ven. Puedo pasar horas frente a una vela, viendo cómo se quema su pabilo, y sintiendo un rayo de luz y calor tocándome la cara, o las palmas de las manos en caso de que las acerque. Cuando me quedo mirando fijo la llama me sumerjo en un misterio que presiento que existe desde que el primer hombre supo como “invocar” el fuego. Desde que los primeros hombres aprendieron a hacerlo, se produjo una simbiosis entre ambos.

Hay algo de cenizas donde hubo fuego.
Incluso al apagar una vela el pabilo despide un olorcito rico a quemado que sin llegar a saturar la nariz pica por un momento para luego desvanecerse. Adoro ese olor. Me transporta a cualquier lado, lejos de la realidad. Cumpleaños, fuegos artificiales, o simplemente la sensación casi narcótica de oler ese restito chamuscado de cera todavía caliente.

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